El 41

Charlton Heston (Judá Ben-Hur), en los momentos previos a la famosa carrera de cuádrigas de Ben-Hur, rodada en los estudios romanos de Cinecittà

BEN-HUR (William Wyler, 1959)

SI HAY UNA PELÍCULA que se cuenta entre las bestias negras de la crítica y de buena parte de la internacional cinéfila, esta película es Ben-Hur. Me refiero, claro está, a la versión de 1959 dirigida por William Wyler, cronológicamente la tercera después de la de Sidney Olcott, fechada en 1907, y de la dirigida por Fred Niblo en 1925, que la inmensa mayoría de los comentaristas sitúan por encima de la superproducción sonora, despachada desde su estreno como una película plúmbea, académica y aburrida.

No por llevar la contraria, sino por el convencimiento que me da haberla visto en una treintena de ocasiones a lo largo de varias décadas, considero absolutamente equivocadas (además de injustas y llenas de prejuicios) las críticas hechas a esta película, que enseguida cargó con varias cruces, entre ellas los once óscares, la piedad religiosa y, sobre todo, la mala prensa que Wyler arrastraba ya entre ciertos sectores de la crítica (particulamente aquellos influidos por el juicio de André Bazin acerca de la impersonalidad del que definió como «jansenista de la puesta en escena» y que pronto se cebaron en el carácter «respetable» y «prestigioso» de su cine). Para mí se trata de una obra admirable, superior a la excelente versión de 1925 y la prueba de que el norteamericano de origen alsaciano William Wyler fue siempre, y mal que les pese a sus detractores, un estupendo director, algo devaluado en el tramo final de su carrera, pero autor de un puñado de grandes filmes entre los que yo destacaría Desengaño, Jezabel, Los mejores años de nuestra vida, Hermana Carrie y El coleccionista.

Dado que el productor Sam Zimbalist murió sin ver concluida la película, Wyler tomó personalmente las riendas del proyecto, que no era –contra lo que se ha dicho– una apuesta segura ni –como reiteran los historiadores– otro cebo con el que Hollywood pretendía retener a las audiencias, ofreciendo grandes espectáculos para competir con la televisión. La realidad es que el anterior Ben-Hur (cuya producción se alargó más de cuatro años, disparando sus costes) no había obtenido el éxito esperado, es más, era considerado un precedente peligroso en términos financieros. Pese a ello, la conservadora Metro-Goldwyn-Mayer, amenazada de quiebra, volvió a jugar la misma carta (no exenta de vacilaciones, sobre todo en la confección del reparto, ¿de verdad alguien pudo pensar seriamente en otro protagonista que no fuera Charlton Heston?), ensamblando dos de sus géneros predilectos: el drama histórico y el filme de aventuras. Profesionalmente se trataba, además, de una apuesta arriesgada para Wyler, que en cuanto a prestigio tenía poco que ganar y mucho que perder.

En cuanto al “gran espectáculo”, este se limita en Ben-Hur a la batalla naval (sin duda inferior a la de 1925) y a la soberbia carrera de cuádrigas, rodada en Cinecittà por Andrew Marton y Yakima Canutt, bajo la supervisión de Wyler, quien dedicó la mayor parte del metraje al conflicto dramático y a los personajes.

Sospecho que Lewis Wallace, general nordista de la Guerra de Secesión, escribió Ben-Hur en 1880 bajo el influjo de Víctor Hugo. Como al Jean Valjean de Los miserables, a Judá Ben-Hur se le desposee de todo y se le condena a prisión y a galeras, de donde regresa para ejecutar el mandato del destino. No es preciso ahondar en la postura que Wallace, oficial de la Unión, adoptó frente a la esclavitud. A los remos  de la nave romana, el personaje lleva el número 60, 41 en la película, como sabemos por el cónsul romano Quinto Arrio (Jack Hawkins), tan inflexible como honesto en su aplicación de los códigos militares.

Charlton Heston (37 años) encarna al príncipe judío, del que hace un retrato inolvidable a través de escorzos, gestos y miradas, como la que dirige al circo vacío tras haber vencido en la arena al tribuno Mesala (Stephen Boyd), su compañero de juegos infantiles, luego convertido en enemigo mortal. El enfrentamiento de los dos varones en el Circo de Antioquía posee un carácter deliciosamente maniqueo: el tiro blanco del auriga judío contra la caballería negra del romano, quien además conduce un carro griego con ejes dentados.

Es forzoso reconocer que las veladas historias de amor masculino (Mesala ha querido ser más que un amigo para Judá, y Quinto Arrio más que un padre) superan en fuerza al romance entre el protagonista y la dulce y piadosa Ester (Haya Harareet). A espaldas de Heston, la atracción homosexual –común a tantos dramas de la Antigüedad– está sutilmente desarrollada en los sucesivos tratamientos del guion, a cargo de Maxwell Anderson, Gore Vidal y, sobre todo, Christopher Fry, su principal artífice, pese a que Karl Tunberg aparezca en los créditos como único responsable.

Por la película cruzan extraordinarias ideas, como las vidas paralelas de Judá y Jesús, cuyo rostro se hurta a la cámara, y aspectos insólitos para la mentalidad actual como la alianza entre árabes y hebreos contra el opresor romano. Wyler levanta con maestría todas las vigas y se esconde detrás de la construcción final, en lo que muchos han querido ver una falta de estilo. En mi opinión, su clasicismo férreo, su sobria mirada, convienen a Ben-Hur, donde el drama cobra añejos acentos novelescos (el terror de las mazmorras, el vuelo fantasmal de las hojas en el regreso al hogar perdido, el rescate de las dos mujeres sepultadas en el valle de los leprosos) y en el que la épica vibra con una intensidad a la que contribuye de forma decisiva la música de Miklós Rózsa. ♠

4 comentarios en “El 41

  1. Magnifica. Ya sabes lo fundamental que ha sido esta película en nuestras vidas.
    Cuando la vuelven a pasar por televisión me digo …, no la veo y solo la miro de refilón los primeros minutos , pero después me atrapa y no puedo dejar de verla hasta su final
    Imprescindible

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  2. Es una de las películas de mi vida, emotiva y apasionante como pocas. Pero a lo largo de los años he podido constatar que compartimos esa devoción con el «pueblo llano»; a la gente del cine, y en particular a los «conocedores» o «entendidos», les interesa más bien poco o nada.

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