Todo el poder a los samurais

Heike 2

Taira Kiyomori (encarnado por la joven estrella de la Daiei Raizô Ichikawa) dispara a los palanquines sagrados en la escena más recordada del filme

SHIN HEIKE MONOGATARI (El héroe sacrílego, Kenji Mizoguchi, 1955)

POR INCREÍBLE QUE PAREZCA, el extraordinario ciclo que cierra la obra cinematográfica de Kenji Mizoguchi, el que va desde 1950 (El retrato de madame Yuki) hasta 1956 (La calle de la vergüenza) todavía es motivo de debate para quienes consideran que el maestro japonés traicionó sus principios artísticos. El mayor error fue una película de calidad, La vida de O-Haru, con la que un Mizoguchi presuntamente celoso quiso convencer al mundo de que era él y no Kurosawa –revelado a escala mundial con Rashomon– el gran cineasta nipón. Después, el director cometió otro desliz: viajar a Occidente, donde al parecer contrajo las fiebres del éxito y empezó a ejercer como embajador  cultural.

No es el único motivo por el que se colige que Mizoguchi estaba alejándose de su quintaesencia, es decir, de su producción anterior a la guerra. Según uno de los principales colaboradores del director, el guionista Yoshikata Yoda, a mediados de los años 50 Mizoguchi debió transigir con las demandas de una productora, Daiei, cuya apuesta por los espectáculos históricos iba tomando un cariz cada vez más comercial. De ahí podía concluirse que los últimos trabajos del autor de Ugetsu no eran sino el resultado de las concesiones realizadas a la industria. Esta lo terminó de fagocitar nombrándole director de la Daiei en otoño de 1955, cuando le quedaba menos de un año de vida y una película por hacer, la ya citada Akasen chitai (La calle de la vergüenza), donde no deja títere con cabeza.

Pero volvamos a 1955, el penúltimo escalón. Mal que les pese a los seguidores de Noël Burch, la tardía incursión mizoguchiana en el cine de gran espectáculo se tradujo en dos obras maestras consecutivas: Yôhiki (La emperatriz Yang Kwei Fei) y Shin Heike monogatari (El cantar de Heike o Las nuevas historias del clan Taira, conocida también como El héroe sacrílego).

Aunque deslucido por un sector de la crítica, el brillo de esta dos joyas no debe esconder la realidad. Estimulada por los reconocimientos internacionales y por su auge financiero, la Daiei deseaba producir vistosos dramas de época que incluyesen escenas tumultuosas y números de acción, a los que Mizoguchi era reacio. Para colmo, este tuvo que rodar ambos filmes en color, elemento que le disgustaba por considerarlo “artificial”, extraño a su cine.

Sin embargo, la compañía había logrado un enorme prestigio –además del Óscar y la Palma de Oro– con una producción en color, Jigokumon (La puerta del infierno), de Teinosuke Kinugasa, uno de los directores a los que confió la filmación del proyecto basado en el cantar de Heike. La película de Kinugasa, Shin Heike monogatari: Yoshinaka o meguru sannin no onna (Tres mujeres alrededor de Yoshinaka), fue rodada en 1956, tras El héroe sacrílego, con un reparto de campanillas y también en color. En ella se narraba otra sección del cantar novelado en 1950 por Eiji Yoshikawa (edición española en Satori). La comparación entre ambos títulos es esclarecedor: uno cumple los deseos de la productora; el otro los trasciende.

En cuanto a los episodios bélicos, Mizoguchi no disimulaba su embarazo, tanto que se resistió a rodar la famosa escena en la que el protagonista dispara sus flechas contra los palanquines que portan los goshintai, o espejos sagrados de la religión sintoísta, que los monjes sacan para desafiar al soberano. Yoda hubo de convencer a Mizoguchi, quien le telefoneó desde un pueblo situado al pie del monte Hiei (escenario del legendario incidente) mientras el equipo y un centenar de figurantes le aguardaban.

La reticencia del director no se debía únicamente a sus sempiternos problemas con las escenas de acción, señalados, además de por Yoda, por Kurosawa. También temía que el acto sacrílego perpetrado por Taira Kiyomori fuera interpretado como un desafío a la autoridad del emperador, temor que finalmente resultó “infundado”, según constata el historiador del cine japonés Tadao Sato, otro de los detractores de la película. Yoda argumentó sensatamente que dicha escena era clave dentro de la estructura dramática y Mizoguchi, aunque a regañadientes, tuvo que vencer sus miedos.

La concubina Yasuko (Michiyo Kogure) enfrenta al emperador Shirakawa en un «flashback»

Frecuentemente se ha señalado que El héroe sacrílego supone una ruptura temática dentro de la obra de Mizoguchi, ya que no presenta a ninguna mujer victimizada, sino a un hombre dispuesto a reconducir su destino por medio de las armas. Este hombre es el joven Kiyomori Taira, que en el turbulento fin del periodo Heian, a comienzos del siglo XII, se postula como defensor de los suyos frente al clan Minamoto, conflicto que se resolverá, una vez acabada la película, con la institución del sogunado o bakufu, una larga sucesión de gobiernos militares que dominarían el país durante más de seiscientos años.

Se olvida, sin embargo, que este personaje tiene un inmediato precedente en la obra de Mizoguchi: el Zushiô de Sanshô dayû (El intendente Sansho, 1954). Ambos recurren a la violencia para vengar a sus familias. La diferencia estriba en que Zushiô, tras ponerse al frente de la rebelión popular, detecta la ineficacia de su victoria sobre un orden injusto, mientras que Kiyomori no se permite la menor vacilación: combatirá como samurái hasta despojar de sus privilegios a las castas superiores.

La escena final es muy explícita en este sentido: Kiyomori divisa cómo un grupo de mujeres, entre ellas su madre, divierte al señor Fujiwara (Tatsuya Ishiguro), perfectamente ajeno a las disputas entre samurais y monjes, es decir entre el elemento militar y las órdenes religiosas. Queriendo expresar el orgullo del joven, Mizoguchi le dedica el último plano, en el que con acentos heroicos, reforzados por la música de Fumio Hayasaka, Kiyomori anuncia el inminente fin de una era y el inicio de otra donde el honor militar prevalecerá sobre las veleidades de la aristocracia.

Antes de situarse en ese umbral, Kiyomori (encarnado con firmeza por Raizô Ichikawa, luego estrella del chambara), ha debido resolver el misterio de su linaje. Hijo de un renombrado miembro del clan Taira, lo es en realidad del difunto emperador Shirakawa, quien fue traicionado veintiocho años atrás por su favorita, entregada a un monje lascivo, tras lo cual  el soberano ordenó su matrimonio con el citado samurái. Esa mujer no es otra que la madre de Kiyomori (Yasuko: Michiyo Kogure), descrita como una bella cortesana, ansiosa por elevarse sobre su condición de bailarina o shirabyōshi, al servicio de la nobleza.

Esgrimiendo como prueba los versos escritos en un abanico, Yasuko asegura a Kiyomori que su padre es el antiguo emperador, a lo que aquel responde con orgullo declarándose bastardo, alguien que solo confía en sí mismo (1). Como expone Antonio Santos en su monografía sobre Mizoguchi, en la persona de Kiyomori, que pudo haber sido engendrado por un noble, por un sacerdote o por un guerrero, «se funden los tres poderes enfrentados, lo que le autoriza genéricamente a imponerse sobre todos ellos».

Majestuosa de principio a fin, El héroe sacrílego también es una obra de gran complejidad política. Pese a su fidelidad y a sus victorias militares, el padre adoptivo de Kiyomori (Taira Tadamori: Ichijirô Oya) es humillado por los cortesanos del emperador, significativamente velado durante sus audiencias. Mediante la puesta en escena, Mizoguchi sugiere la estratificación del poder, desde esa majestad difusa y hierática, oculta tras sedas y cortinas, hasta el joven samurái arrodillado al pie de la escalinata, dominada por altivos nobles. Tras ser despedido a golpes, Tadamori (que a lo largo de la escena ha ocupado un lugar intermedio entre Kiyomori y el emperador) aparece sentado en un escalón, pero en vez de captar su gesto mortificado, la cámara lo toma de espaldas, en una de las más impresionantes expresiones de lealtad torturada que se hayan visto en una pantalla. Resulta inevitable pensar en el Falstaff de Campanadas a medianoche. ♠

Taira Tadamori (Ichijirô Oya), en las escalinatas de palacio, tras ser humillado por los nobles

(1) Según Tadao Sato, la réplica original es: “Yo soy el hijo de Taida Tadamori”, lo que quiere decir que el personaje rechaza cualquier vínculo con la nobleza y afirma sus lazos con los samurais, representados por su padre adoptivo. (En Kenji Mizoguchi and the Art of Japanese Cinema, p. 137). Otras fuentes literarias: Yoshikata Yoda: Recuerdos de Kenji Mizoguchi (edición francesa por Cahiers du cinéma, 1997); Antonio Santos: Kenji Mizoguchi (Cátedra, 1993).

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s