
Ante el escaparate, Nieves Blanco (María Félix) y el «hombre fatal» que revoluciona su vida, Luis (Antonio Vilar). El número de la parte inferior derecha no corresponde a la etiqueta de la prenda, sino al canal de televisión que emitió el filme
UNA MUJER CUALQUIERA (Rafael Gil, 1949)
HUBO UN TIEMPO en el que no se podía hablar bien de ciertos directores españoles, primero favorecidos por la dictadura, luego estigmatizados por su relación con ella. Uno de los señalados fue Rafael Gil, que junto a José Luis Sáenz de Heredia y Juan de Orduña formaba el triunvirato de cineastas oficiales del franquismo, un título que el realizador madrileño se ganó a pulso en los últimos años de aquel régimen con sus cantos a la virilidad de la Legión, y más tarde, con sus adaptaciones de Vizcaíno Casas, que hicieron de él un portavoz cinematográfico de la nostalgia tardofranquista.
No les falta razón a sus detractores. Pero si alguno de ellos se molesta en escarbar en su filmografía (tarea a veces ingrata, véanse los cuatro documentales que rodó en Canarias, quizá como purga por los que filmó para el bando republicano durante la guerra civil), encontrará varias obras notables.
Buena parte de los logros de Gil se concentran, a mi juicio, en la década de los 40, con títulos como Huella de luz, El fantasma y doña Juanita, El clavo, La calle sin sol (primera colaboración de Gil con Miguel Mihura) y, sobre todo, ese contundente melodrama negro que lleva por título Una mujer cualquiera.
Su protagonista no era cualquiera, era la mexicana María Félix, fichada a bombo y platillo por Cesáreo González, quien la puso ante la cámara de Luis Saslavsky en La corona negra (1951), tras haber sido dirigida por Gil en otras tres producciones Suevia: Mare Nostrum, Una mujer cualquiera y La noche del sábado, respectivamente basadas en obras de Blasco Ibáñez, Miguel Mihura y Jacinto Benavente. La política de buenas relaciones con Hispanoamérica, un mercado apetecible, estaba tras la contratación de “La Doña”, que luego reapareció en otras películas españolas, como el olvidado melodrama Camelia, coproducido con México.
En mi opinión, Una mujer cualquiera es la mejor del lote y tal vez la más inspirada de su director, quien nunca ocultó que se trataba de un encargo. “Ese argumento no existía –admitió más tarde en una entrevista para la televisión–, ni yo había pensado en nada parecido, pero había que preparar una película con María Félix”.
El guion fue escrito por Gil y Mihura, quien luego hizo una versión teatral, estrenada en 1953 con Amparo Rivelles en el papel principal. En la pantalla es María Félix quien da vida a Nieves Blanco, una mujer de la alta burguesía madrileña que tras perder a su hijo es abandonada por su marido (Tomás Blanco) y comienza a bajar escalones hasta que conoce a Luis (Antonio Vilar), quien la utiliza como chivo expiatorio del crimen que ha planeado para deshacerse de un molesto hampón.
La naturaleza de su relación viene dada desde su primer encuentro. De noche, frente a un escaparate, hombre y mujer cambian cínicas frases cuyo erotismo desentona en el pacato cine español de la época. Claro está: Nieves es extranjera y, por lo tanto, una mujer de mundo. Pero más que la fuerte personalidad de la heroína (justificada por la sangre india de la actriz), sorprende que el elemento nacional esté representado por un hombre tan equívoco como el que interpreta el portugués Antonio Vilar, un «guapo» del submundo metropolitano que entra en el hampa por un asunto de drogas y cuya amoralidad contrasta con la fachada edificante y caballerosa del varón español. Muy al contrario, su personaje –indolente, egoísta y calculador, pero fascinante– ofrece un revelador apunte de los turbios negocios que se realizaban en la España de la posguerra.
Todavía más singular es la visión que Gil da de la caída de Nieves. La mujer va rodando de su hogar a la pensión, de la pensión a la calle, de la vía pública a los no menos públicos vecindarios, espiada siempre por las «buenas gentes» y acosada por depredadores masculinos que ven en ella una presa fácil, una víctima en la que saciar sus reprimidos instintos.
Los claustrofóbicos decorados, el mal fario de Nieves y el insidioso cerco de los hombres (acentuado por la pasividad de Luis, cuyos intereses parecen estar siempre en otro lado), producen una sensación dramática de ahogo, digna del universo surreal, con sus sombras acechantes, sus tranvías en los que sólo viajan hombres o los agobiantes bloques de viviendas, intercomunicadas como galerías y en las que cada morador sale de su ratonera para delatar a la mujer perseguida. Difícilmente se encontrará en el cine español de la época una obra con semejante atmósfera. Parte del mérito recae, sin duda, en el operador norteamericano Theodore Pahle, que había comenzado su carrera en las postrimerías del mudo, de la mano de Allan Dwan, y que luego trabajaría en diversas cinematografías hasta establecerse en España una vez acabada la guerra civil.
Ni que decir tiene que la censura intentó frenar Una mujer cualquiera, indigna de proyectarse en un país católico dada su moral deleznable, etc., etc. Hay que recordar que su estreno en 1949 viene precedido por el de Gilda en 1947, escándalo que puso en guardia a las almas piadosas. Avisados, los censores habían sugerido diversos cortes a la productora, instrucciones que Suevia desoyó basándose en la indulgencia mostrada con Pequeñeces, estrenada al año siguiente. Pese a su influencia en las altas esferas, Cesáreo González fue conminado a “modificar” el filme, machacado entretanto por la crítica oficial.
Aun mutilada, Una mujer cualquiera pudo haber sido una obra maestra. Se lo impiden algunos defectos: tras agotar el tema de la prisión de Nieves, Gil da vueltas en redondo subrayando la indefensión de la mujer, enamorada de su verdugo y, por tanto, doblemente vulnerable; luego, está la molesta tendencia a singularizar a los personajes por rasgos físicos o étnicos (el orondo taxista que, a preguntas de la policía, elogia la beldad de la fugitiva, pero prefiere a su mujer por el hecho de estar gorda, o los vascos que se definen cantando en su lengua materna no bien se juntan ante cualquier mostrador con bebidas, ambas cosas parecen cosa de Mihura); tampoco está logrado el relato cinematográfico de la huida, con una débil descripción de los lugares por los que pasa la pareja, que en vez de cambiar de escenario salta mecánicamente de una situación a otra, agotando los capítulos de su fatal relación. Por suerte, la película se remonta en su epílogo, en el que la mujer de negro, zarandeada por el destino, renuncia a cualquier expiación o autodefensa. Como le dice escuetamente al comisario: «Son cosas de mujeres, para ustedes muy difíciles de comprender». ♠
En un documentado artículo, Laura Miranda contextualiza la película y analiza la partitura cinematográfica de Manuel Parada:
Aquí debajo, otro enlace más «rosa», que contiene veinticinco frases memorables de la gran María Félix:
https://www.okchicas.com/inspiracion/mejores-frases-maria-felix/
Qué buenas películas tiene el cine español de posguerra. No ha habido otro igual. Tiene incluso más mérito, dadas todas las piedras en la rueda que les ponía la censura y demás..
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Por eso sería deseable que al menos un cinco por ciento de la atención que se dedica a «Vida en sombras» (merecida) fuera destinada a películas como esta
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