Tres en un desierto

Recomponiendo los lazos rotos al calor de una fogata: Ben Cameron (Anthony Quinn) y su malherida esposa Meg (Debra Paget) aprovechan el mutis del pistolero Nardo (Ray Milland)

THE RIVER’S EDGE (Al borde del río, Allan Dwan, 1957)

HASTA HACE MUY POCO reivindicar la figura de Allan Dwan era una misión casi suicida. Pese a tratarse de uno de los pioneros del cine norteamericano, autor de casi cuatrocientas películas rodadas a lo largo de medio siglo (debutó como director en 1911 y se despidió en 1961 con Most Dangerous Man Alive), su obra ha despertado un interés inversamente proporcional a su atractivo. Parece que las cosas van cambiando y el insigne olvidado empieza a suscitar curiosidad entre los cinéfilos. Nunca es tarde, sobre todo tras varias décadas en las que recomendar su cine era lo más parecido a predicar en el desierto.

Allí, en el desierto, y concretamente en la frontera de Estados Unidos y México, se desarrolla The River’s Edge (Al borde del río, 1957), que para mí se disputa la cumbre de su filmografía con el originalísimo «western» Silver Lode (Filón de plata, 1954) y la no menos sorprendente película negra Slightly Scarlet (Ligeramente escarlata, 1956). Lo sé, hay otras muy buenas –yo siento debilidad por su filme bélico Hold Back the Night, rodado por las mismas fechas–, seguidas por una amplia serie de titulos cuya solidez contrapesa la evidente inconsistencia de otros no menos numerosos. Al borde del río domina con serenidad ese vasto paisaje fílmico; se trata de la obra más limpia y telúrica de Dwan, cualidad que se advierte desde la primera escena, cuando el empleado de la gasolinera (Harry Carey Jr.), informa a Nardo Denning (Ray Milland) sobre el paradero de un guía capaz de conducirle por territorio inhóspito.

En realidad, el turista es un viejo delincuente con aspecto de dandy, un grácil asesino que aparta los obstáculos de su camino con una facilidad (y una lógica) casi automáticas. Nardo busca a un guía, pero sobre todo a su antigua novia (Margaret, «Meg»: Debra Paget), a la sazón casada con un modesto ranchero (Ben Cameron: Anthony Quinn), con la intención de complicarlos a ambos en un arriesgado plan para evadir divisas.

A esas alturas de su carrera, y habituado a manejarse con presupuestos limitados, Dwan solía centrarse en los personajes, y Al borde del río (producida por el último gran patrón del director, Benedict Bogeaus) no es una excepción. El trío formado por Denning y los Cameron es el exiguo andamiaje sobre el que Dwan edifica su drama. Ellos tres y ese árido paisaje contra el que sus pasiones se recortan. El triángulo, no necesariamente amoroso, era por otro lado un esquema familiar a Dwan: los primeros ejemplos se remontan al inicio de su carrera (The Ranchman’s Vengeance, 1911), pasando por títulos intermedios como Her First Affaire y Josette, hasta alcanzar su plasmación más erótica y depurada en la citada adaptación de Cain Ligeramente escarlata.

Al borde del río tiene como punto de partida The Highest Mountain, un argumento del premiado guionista Harold Jacob Smith, firmante del «script» junto a James Leicester, montador de varios filmes de Dwan que venía demandando una oportunidad como escritor. También el director canadiense metió alguna baza, sin quedar (ni querer quedar) acréditado, como sucedió tantas veces a lo largo de su carrera. Según le confesó en 1971 a Peter Bogdanovich, a él solo le gustaba dirigir y prefería dejar en manos de otros las otras tareas, en especial la producción ejecutiva y, lo que es más sorprendente, el «casting».

En el caso de Al borde del río, ese otro no era cualquiera, sino Benedict Bogeaus, con el que Dwan había establecido una relación de confianza, materializada en nueve colaboraciones entre 1954 y 1958. Bogeaus era un sagaz productor independiente que tras el colapso de RKO decidió ofrecer sus siguientes proyectos a 20th Century Fox. Uno de ellos llevaba por título Conquest, que derivaría finalmente en The River’s Edge. Después de un largo peregrinaje por productoras de segundo orden, Dwan volvía así al gran estudio para el que había trabajado con éxito durante los años 30 y primeros 40. En su seno rodó, por cierto, una de sus películas más bellas, Suez (1938), digna del mejor Henry King.

El hecho de que una «major» fuera a distribuir Al borde del río no hizo que Dwan contara con medios espectaculares. El acabado se beneficiaría del nítido «look» de la Fox (servido por la fotografía en Cinemascope de Harold Lipstein), pero los recursos no diferían mucho de aquellos con los que el director había contado al paso por Republic o RKO. Baste decir que el Thunderbird que conduce Ray Milland al comienzo de la historia pertenecía al propio Dwan. Decidido a probar que podía contar una historia con lo estrictamente indispensable, el director hace lo mismo que sus personajes, que se van desprendiendo de todo a lo largo de su huida, hogares, coches, caravanas… hasta los billetes que Ben debe quemar para salvar a su esposa, un último sacrificio al que Nardo (excelente Ray Milland) asiste con mirada afligida.

La escuela del cine primitivo enseñó a Dwan a expresar lo máximo con lo mínimo. La inadaptación de la «city girl» a la vida en el rancho se manifiesta por medio de agentes externos: la proximidad amenazadora de animales (toros y alacranes) o sedimentos naturales (el lodo que cae sobre la mujer cuando esta gira la llave del agua en la ducha). Por lo tanto, cuando la pareja discute por primera vez, ya sabemos dónde radica el problema: ella había nacido para el lujo, vocación truncada por una larga pena de cárcel, mientras él es un veterano de Corea que, tras licenciarse, siguió esa línea natural que consiste en buscar trabajo y fundar una familia.

Que su relación se asienta sobre bases poco sólidas se adivina por la actitud de la mujer, que a duras penas esconde el deseo de abandonar a su marido, y también por la del hombre, que contempla esa posibilidad sin demasiada angustía. La aparición de Denning no solo acelera el divorcio («En cuanto vi tu rostro, todo el pasado volvió a mí», confiesa la chica al gángster), sino que da lugar a una curiosa relación triangular en la que Nardo y Meg constituyen el matrimonio de hecho, mientras que Ben ocupa el lugar del intruso.

Sin embargo, el marido no es descrito jamás como una víctima (Ben a Nardo: «Si me metes una bala en la cabeza, 30.000 voltios entrarán en la tuya»), ni siquiera como un rehén de la mujer a la que en el fondo ama (cuando Nardo le recuerda que la conducta de su esposa ha sido «impecable», Ben admite que ignora lo que tal palabra significa, pero si es lo que se imagina, felicita por ello a su rival).

El sintético lenguaje de Dwan, su transparencia visual y narrativa, parecen emanar tanto del entorno salvaje como de la capacidad para expresar los giros dramáticos mediante soluciones de una sequedad lacerante, heredada del cine primitivo y transmitida luego a las formas más lacónicas del «western» (pues Al borde del río no es otra cosa que un «western» despojado de sus elementos reconocibles, a excepción del paisaje; también puede verse como una película negra cuyos códigos se han trasladado desde la urbe al desierto, como sucedía en Inferno, de Roy Ward Baker, producida unos años antes por Fox; tampoco queda lejos el género de aventuras, con sus caminatas, precipicios, cuevas y serpientes: el eterno viaje a ninguna parte).

A despecho de sus pobres recursos, o precisamente por ello, Dwan solía moverse con elasticidad entre varios géneros, propiciando curiosas transposiciones y desconcertantes híbridos, no exentos de humor. Con una pizca de insidia, este serpentea bajo el relato hasta desembocar en la fatalidad: Denning, el refinado gángster, pegado a su maleta y su revólver, se topa en su camino con el inevitable vehículo cargado con niños mexicanos, parecido al que el atormentado doctor Reuben (Glenn Ford) encontrará luego en Rage (1966), de Gilberto Gazcón. Dwan resuelve la escena del atropello con inusitada rapidez, como si al pragmático pistolero le fuera imposible dar un paso en la buena dirección.

Tanto en Al borde del río como en Atraco perfecto las maletas nunca están lo bastante bien cerradas y el dinero afanosamente robado vuela gracias al malévolo soplo del destino. No obstante, creo que a Dwan le importaba menos la suerte del alijo que las paradojas a las que los personajes se enfrentan por su culpa. Dentro del ciclo de autotraiciones descritas a lo largo de la historia, el principal afectado será Denning, cuya amoralidad presenta un resquicio humano. El director lo expresa magistralmente a lo largo de la escena en la que Ben corta con un cuchillo la carne muerta de su esposa para frenar el avance de la gangrena por su brazo; la expresión de Denning (que es la de un hombre repentinamente envejecido) denota la conciencia de que los esposos se pertenecen y que él, sin amigos, sin amor, solo es dueño del dinero que también va perdiendo sin remisión a lo largo del camino. ♠

4 comentarios en “Tres en un desierto

  1. Me parece muy revelador el momento que señalas, José Andrés, donde el marido deja (sin oponerse y “sin demasiada angustia”) que la esposa se marche con su amante. Lo que en principio choca, resulta lógico si pensamos en las razones que aparecen de forma larvada (y que tú bien detallas). Aquí y en tantas otras escenas, la mayoría de los directores mostrarían de modo expreso cómo un personaje piensa algo y actúa en consecuencia. Dwan no (y quizás sea esta una de las claves de su genio, y de por qué su genio es tan difícil de delimitar). Dwan muestra de manera limpia, natural (tan directa que, paradójicamente, resulta secreta) el comportamiento de sus personajes sin inmiscuirse subrayando o explicitando algo.

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  2. Bueno, no choca tanto si recordamos la sentencia de Guitry, según la cual la mejor forma de vengarse del hombre que nos quita la mujer es dejársela. Lo que sí es curioso (y no me acuerdo ahora quién lo señaló) es que «Al borde del río» debe ser la única ficción en la que el hombre engañado hace de guía de la pareja de amantes fugitivos.

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  3. Me gustaría tener la oportunidad de revisar esta película. Siendo adolescente, la vi cuando su tardío estreno en los cines españoles (pero de eso hace medio siglo) y luego, hace unos años, en un pase televisivo que no respetaba el formato Scope. La recuerdo como un drama desarrollado en abrasadores y pedregosos exteriores, concebido con un primitivismo conceptual casi bíblico (pasiones, desorden y dinero, igual a crimen y perdición). Mi selectiva memoria me empuja a rescatar como elemento más estimulante, la belleza gatuna de Debra Paget con la camisa empapada en sudor pegada a su piel y un curioso rol de marido comprensivo y “consentidor” adjudicado a un -a todas luces- incómodo Anthony Quinn.

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  4. Comprensivo en la medida que entiende la frustración de su esposa, que podría ser un poco la suya. Y pienso que hay menos consentimiento por su parte que la necesidad de maniobrar conforme a las circunstancias, como hace su rival. En cuanto a Debra Paget, debería tener asegurado un lugar preeminente en el imaginario cinéfilo aunque solo fuera por las grandes películas en las que intervino. A Dwan le gustaba más como mujer que como actriz, faceta en la que la encontraba un tanto monolítica. A mí me parece que raya a la altura de sus compañeros. Respecto a la copia, es verdad que durante muchos años solo tuvimos acceso a la versión televisiva «pan-scan», perto también es cierto que contamos desde hace doce años con la edición Fox en DVD que respeta el formato. Lo que yo echo en falta es una edición en HD.

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