
REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, Nicholas Ray, 1955)
ES IRÓNICO QUE EL MODELO SOCIAL al que iba dirigida la contestación de Rebelde sin causa (la Norteamérica del bienestar, salida de las brumas de la posguerra) fuera el mismo que redujo la rebeldía juvenil a artículo de consumo. Así, el tupé de James Dean, su camiseta blanca bajo la chaqueta roja y sus poses al volante se han convertido en fetiches, elementos fotogénicos que el sistema ha rentabilizado tras desactivar su significado. ¿Cómo? Limitándolos a un marco bidimensional e inofensivo: el del póster.
Es verdad que el prematuro fin del actor aceleró este proceso. Tras vivir rápido, Dean murió joven e hizo “un bonito cadáver”, según el anuncio hecho unos años antes por otro hijo de Nicholas Ray, el Nick Romano de Knock on Any Door (Llamad a cualquier puerta).
Ray era consciente de que el sistema (y dentro de él, la industria del cine) poseía mecanismos para inutilizar al rebelde. Él mismo lo era, quizá en un grado superior al de sus personajes, con los que simpatizaba de forma visceral, haciendo suya su pasión y su rabia, su voracidad vital. Por eso, hizo en Rebelde sin causa dos películas. Una de ellas estaba destinada a los espectadores de 1955; la otra, a las generaciones futuras.
Con el argumento en la mano, Rebelde sin causa iba a convertirse en un testimonio sobre los problemas de la juventud norteamericana. Ray no dejó de satisfacer ese planteamiento pero lo trascendió al hacer una tragedia visionaria construida sobre la idea del terror cósmico.

Véase la escena de la entrada al instituto, filmada desde la extrañeza que despiertan en Jim Stark los símbolos sagrados: la bandera nacional, izada sobre su cabeza; el emblema de la escuela, tendido a sus pies. Ambos signos ordenan el paso del colectivo estudiantil, visto como una multitud hormigueante que arrastra al desconcertado personaje hasta las entrañas de un mundo desconocido. La comisaría, la escuela, el observatorio, la mansión devienen los hitos arquitectónicos de este recorrido a través de una vasta urbe que opone a las pasiones juveniles su orden imponente, de signo templario.
Jim y Judy (Natalie Wood) provienen de hogares sólidos que, sin embargo, representan modelos familiares distintos. El tradicional está personificado en el padre de Judy (William Hopper), ejemplo del patriarca seguro y dominante, que rechaza las muestras de cariño, quizá por haberlas recibido en demasía. A poca distancia se forja el pujante matriarcado, que hace palanca en un hombre desvirilizado y medroso, Frank Stark (Jim Backus), dominado alternativamente por su esposa Carol (Ann Doran) y por la abuela de Jim (Virginia Brissac).

Ray también confronta los decorados. Al hogar de los Stark (descrito mediante distorsiones y amalgamas de tonos cálidos y fríos muy similares a los empleados a continuación en Bigger Than Life) opone la mansión abandonada: un espacio habitado y otro desahuciado, destinado a convertirse en el edén de los nuevos padres. Entre ambos se erige el planetario, lugar donde se recrea el origen del universo y sus cataclismos.

La inmensidad del Cosmos escapa a la comprensión de los jóvenes. Uno de ellos, John Crawford (Sal Mineo), apodado Platón, está poseído por un frío cerval, trasunto de su miedo al abandono. Su drama personal está comprendido entre dos gestos análogos de Jim, que presta su chaqueta al desnudo Platón. La primera prenda es negra y se la tiende en la comisaría de policía, al comienzo del filme; la segunda es roja y cubre el cadáver del amigo en el epílogo.

El rojo de la sangre y el negro de la muerte. Ray decanta el sentido de la obra a través de estos dos colores, que la paleta de Ernest Haller mezcla sobre un lienzo apaisado, semejante al del firmamento nocturno.

En esa noche eterna, cuyos misterios rutilan en el cielo raso del planetario, transcurre Rebelde sin causa, la obra de uno de los grandes poetas del romanticismo, da igual en qué época o lugar surgieron, la Europa del XIX o la América del siglo posterior, si fueron escritores o cineastas, celebrados o malditos, compusieron sinfonías o baladas de rock. Como Keechie y Bowie, la pareja de amantes perseguidos de They Live By Night, Jim y Judy son dos estrellas errantes, destinadas a encontrarse en el curso del infinito. Significativamente, Jim tiende su mano a Judy al borde del acantilado, tras la carrera de coches que se salda con la muerte del pandillero Buzz Gunderson (Corey Allen). Este gesto tiene por testigo a Platón, que redime su sentimiento de orfandad a través de la pareja a cuyo nacimiento asiste.
Ray dedica toda la parte final al intento de los jóvenes de volver al paraíso perdido y fundar en él un nuevo modelo de convivencia en el que los familiares serán elegidos y no recibidos. Un intento inconsciente, a la vez que vano, ya que las fuerzas del orden cercan el observatorio y los rebeldes son desalojados. La noche termina, pero con su fin se inicia una nueva época –la de la crisis– en la que aún seguimos viviendo. ♠

Enhorabuena por el texto, inspirado por una de las mejores películas de Nicholas Ray; completamente de acuerdo en que trasciende su libreto lleno de traumas y tópicos de época (y por supuesto toda la mitología embalsamadora que rodea a su protagonista).
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Gracias, y ya que hablas del libreto sería bueno conocer el retrato del «psicópata criminal» en que la película se basa, aunque apostaría, solo por el título, que Ray y sus guionistas hicieron otra cosa. Lo que vemos en pantalla es tan fulgurante y arriesgado que hace palidecer cualquier película sobre los problemas de la juventud rodada antes o después.
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