Novios de la muerte

Entre cerezos: Matsumoto (Hidetoshi Nishijima) y Sawako (Miho Kanno) yerran por la naturaleza en una de las historias que componen la película, inspirada por el teatro bunraku

DOLLS (Takeshi Kitano, 2002)

TIENE RAZÓN TAKESHI KITANO cuando afirma que Dolls es más cruel que cualquiera de sus violentos filmes anteriores, en especial Brother.

El dolor que el amor inflige suele ser más profundo y duradero, ya que viene precedido de la dicha perfecta; sus tardíos golpes dejan huellas interiores; el amor enajena y tiraniza, en fin, a los personajes de esta sugestiva película conformada por tres historias cuyas líneas se entrecruzan, modelo narrativo que el director japonés emplearía de nuevo en Zatoichi.

Al igual que sucede en esta última, los relatos aquí referidos no tienen un peso equivalente. La irregularidad es consustancial a Kitano, que va de una historia a otra guiado por un criterio dramático a primera vista arbitrario. Por así decir, en Dolls hay una historia troncal de la que parten otras dos narraciones a modo de ramas. La línea principal se corresponde con el triste noviazgo de Sawako y Matsumuto, una pareja que se disuelve cuando éste es obligado a contraer un matrimonio ventajoso con la hija de un poderoso industrial; abandonada, Sawako trata de suicidarse y entra en una especie de coma cerebral, lo que empuja a su antiguo novio a volver con ella, encadenándose a su suerte y vagando sin destino, unidos sus cuerpos por una cuerda roja.

Las otras dos historias no desmerecen en patetismo. Tras recibir a Ikeuchi, un nuevo guardaespaldas que ha dejado a su chica para servir a la yakuza, el jefe de un clan rememora su relación de juventud con una mujer que, loca, aún espera en los parques al hombre que la abandonó. Por último, Nukui, el fan más fiel de la cantante de moda Haruna Yamaguchi se mutila los ojos para tener acceso a su ídolo, que tras sufrir un accidente se retira del mundo para que nadie la vea desfigurada.

Pese a que Kitano se nutre de recuerdos propios, las tres historias, en especial la primera, parecen invocar el fantasma de los amores trágicos cantados en el siglo XVII por Monzaemon Chikamatsu, quien inspiró la gran película de Kenji Mizoguchi Los amantes crucificados. Además, el director relaciona estos amores desdichados con los representados en el teatro de marionetas japonés, el bunraku, haciendo que los personajes parezcan guiados por una voluntad superior, identificable con el destino.

Deliberadamente, los rostros de los actores que interpretan a Sawaka y Matsumoto (respectivamente Miho Kanno e Hidetoshi Nishijima) semejan máscaras de teatro. El dolor se aloja dentro de ellos y aflora sólo en su forma más despojada y neutral, lo que, paradójicamente, hace su historia aún más conmovedora y dramática. El único momento en que Sawako sale de su mundo es para interpelar a un Amor de porcelana, representación de un sentimiento reducido a mera figura decorativa, como lo fue ella en el momento de ser abandonada.

En un estado parecido de enajenación queda la novia del jefe mafioso interpretado por Tatsuya Mihayi. Al cabo de los años, éste busca a la mujer para recuperar la parte más noble de su pasado, ya que todo lo que vino después fue crimen, devastación y muerte. En la tercera historia el enajenado (aunque mejor sería hablar de alienado) es el obrero Nukui (Tsutomu Takeshige), que vive sólo en función de una criatura artificial, un producto mediático que acapara no sólo su pensamiento sino su voluntad, al punto de autolesionarse para compartir con ella un dolor que contribuya a acercarlos.

Kitano se apiada de sus personajes, pero cobra una distancia que le permite interpretar su dolor como una especie de absurdo teatralizado. El estilo de este director es dual: posee una base de quietismo alterado por violentas explosiones que en Dolls adquieren la forma de una emotividad hiriente e incontrolable. “Mis personajes actúan como si sólo tuvieran una opción”, declara.

Como en otras obras de Kitano, proliferan aquí redundancias y subrayados, saltos abruptos, imágenes disonantes, arbitrariedades y faltas de estilo. Sin embargo, una vez que se establece sintonía con sus particulares modos, Dolls seduce y conmueve, y lo hace con una suerte de poder hipnótico, como el que transmite ese onírico pabellón de veletas y máscaras infantiles ante el que desfilan los amantes-mendigos.

En lo menos llamativo del filme reside, quizá, su gran originalidad. Kitano jalona su triple historia con imágenes de objetos situados a ras de suelo o de agua: la flor de cerezo, yerta sobre el césped de los jardines nupciales, al comienzo de la historia (el fin del amor y de la primavera, bienes fugaces, confluyen en el destino de la sakura); la margarita que ha crecido entre las traviesas de la línea ferroviaria, el pez ataviado con un bizarro kimono de papel; el señalizador sobre el asfalto de la gran ciudad (símbolo de la conmoción que el accidente de Haruna causa en Nukui), la vegetación otoñal que la cuerda arrastra al paso de los novios por el bosque o, de nuevo, la flor roja que es llevada por la corriente del río mientras los amantes locos dirigen sus pasos hacia el invierno, última estación de su desdicha. ♠

2 comentarios en “Novios de la muerte

  1. Esta me la perdí en su momento, así que la apunto en la lista de pendientes. Tengo buen recuerdo de «Hana-bi», pero Kitano parece atravesar ahora un cierto limbo a nivel crítico (en contraste con la tónica de hace 20 años).

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    • No es al único al que le ha pasado eso desde el debut de este tecno-siglo. Mira Kim Ki-duk.O el ruso Zvyagintsev. Hace tiempo que el cine entró en la obsolescencia programada, pero, eso sí, podemos verlo en tabletas.

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