La espada y la cruz

Michal Bajor (Nerón), muy, muy lejos de Peter Ustinov

QUO VADIS (Jerzy Kawalerowicz, 2001)

FINALIZABA EL SIGLO XX cuando llegó a los periódicos un teletipo en el que se informaba de las dificultades por las que el director polaco Jerzy Kawalerowicz estaba pasando para poner en pie su proyecto más querido: la adaptación al cine de Quo Vadis, novela escrita en 1896 por su compatriota, el premio Nobel Henryk Sienkiewicz.

Se dijo entonces que la complejidad de la obra y la ausencia de motores financieros hacían inviable el rodaje, de hecho Kawalerowicz llegó a pensar que moriría sin ver cumplido su sueño.

Poco después, la unión de tres fuerzas, la productora Chronos Film, la televisión polaca y la cadena norteamericana HBO (refugio de otros célebres veteranos caídos desde la esfera industrial, como John Frankenheimer), unido al inestimable aval de la banca polaca, hizo que la rueda de la fortuna saliera del barro. Gracias a ello, esta “Historia de la época de Nerón” pudo ser estrenada en 2001 y presentada en El Vaticano, ante el Papa. Años después llegó a España en soporte digital, si bien en una versión “aligerada” de 135 minutos.

En cualquier caso, llegaba tarde. De haber sido rodada en los 60, cuando el cine polaco se embarcaba en suntuosos “kolossal” y Kawalerowicz estaba en plena forma, Quo Vadis habría sido una obra cuando menos audaz. Sin embargo, en los albores del nuevo siglo, desdichado a todos los niveles, apareció de pronto como una película plana, académica y desfasada; ambiciosa pero sin grandeza, como Troya, como El reino de los cielos, como Alejandro Magno, como Ágora … Mejor no seguir.

Y no fue porque Kawalerowicz estuviese incapacitado para el género histórico. En él había inscrito dos títulos notables: Matka Joanna od aniolów (Madre Juana de los Ángeles, 1961), sugestiva visita a Los demonios de Loudun, de Aldous Huxley, y sobre todo Faraón (1964), adaptación de Boleslaw Prus que le abrió las puertas del mercado internacional y que sigue siendo, para mí, su mejor película junto a la citada Madre Juana y Pociag (Tren de noche, 1959)

En varios de sus trabajos, el autor de Cien confronta el poder terrenal y el orden espiritual, tema central de Quo Vadis. Tampoco debe olvidarse que Polonia es tal vez la cultura eslava más volcada hacia el mundo antiguo, y, en especial, hacia el latino. Así pues, no se trata de un proyecto desorbitado, ni de un antojo caro ni de una obra ajena a las inquietudes de su director, plenamente polaco en sus elecciones.

El principal problema de Quo Vadis radica en su extrema sujeción al texto, del que toma prestada su visión de la Roma pagana, cruel y decadente, cuyos cimientos se ven socavados por el emergente cristianismo. Kawalerowicz se halla razonablemente seguro mientras camina al lado de Sinkiewicz. Pero la película necesita andar sola y más cuando tiene detrás una memoria fílmica en la que solo debe competir con versiones mudas de difícil acceso (una de ellas, la italiana de 1913, espléndida) y con la gazmoña superproducción MGM de 1951 dirigida por Mervin Le Roy (por lo menos divertida, con algunas interpretaciones memorables, en especial la de Marina Berti, y con una música de Miklós Rózsa que compensa las casi tres horas de cilicio).

A diferencia del filme norteamericano, el de Kawalerowicz es una operación cultural de altos vuelos, similar a la que otro polaco, Krzysztof Zanussi, emprendió en 1981 con su biografía cinematográfica del Papa venido del frío, De un país lejano. No parece que Kawalerowicz quisiera hacerse perdonar sus viejos pecados (la irreverencia de Madre Juana, el anticlericalismo de Faraón), pero sí que arrima el ascua a la Iglesia Católica realizando una película abiertamente maniquea en el que paganismo y cristianismo están groseramente enfrentados.

Durante la historia se echa en falta una mayor profundidad en el tratamiento de las implicaciones políticas y humanas que subyacían en el conflicto de culturas y credos, insuficiencia digna de Amenábar. Kawalerowicz pasa por encima de ese conflicto, atándose al texto como Ligia es atada al toro en la arena del circo.

Solo al final se permite una licencia: Hollando los viejos caminos, el apóstol Pedro baja a la Roma moderna tras asistir a la persecución y martirio de los justos por los impíos. Kawalerowicz cita expresamente el último plano de Roma, ciudad abierta, con el regreso de los niños a la ciudad devastada tras la ocupación nazi, proyectando así su película hacia la era contemporánea, marcada también por el fuego de la barbarie.

Harina de devoto costal son los extras incluidos en el deuvedé, que todavía circula. Pasamos de un video-clip hortera a un “spot” filatélico dedicado al sello conmemorativo del rodaje, y como guinda, el publirreportaje del estreno en El Vaticano. Todo el equipo desfila ante Juan Pablo II; los actores que encarnan a los personajes negativos (el cínico Petronio, el déspota Nerón) son saludados con cortesía protocolaria, la bella Magdalena Mielcarz, que interpreta a la joven y virtuosa cristiana, merece en cambio la carantoña del pontífice, y poco después la cla rompe en aplausos cuando aparece Franciszek Pieczka, el actor que encarna al apóstol Pedro.

Quizá este sea el mejor comentario a una película oficialista y timorata de la que solo merecen retenerse momentos aislados (los maquiavélicos elogios que Petronio dedica al tirano, la escena en que Nerón busca entre sus allegados un chivo expiatorio que pague por el incendio de Roma), y, sobre todo, la vívida escena del martirio cristiano en la arena del circo. Al resto le viene grande el nombre de tragedia. ♠

2 comentarios en “La espada y la cruz

  1. No conozco la película, y muy mal el cine polaco (que nunca ha despertado mi curiosidad, pese a algunas obras de autores aislados). La novela de Sinkiewicz la leí en lo que ya casi me parece una vida anterior (en una versión adaptada para el público infantil), y me gustó mucho, lo mismo que la adaptación dirigida por LeRoy, que prefiero no revisitar. Quizá si la mejor adaptación es la de Guazzoni ello se debe a que es la única que tiene continuidad con el espíritu decimonónico de la obra literaria, casi imposible de recuperar después de forma fidedigna, sin caer en la estética kitsch.

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    • Siento que el comentario anime poco a verla. Quizá aún pueda atreverse alguien que esté muy interesado por el tema o haya leído (en esa otra vida de la que acertadamente hablas) la novela de Sinkiewicz (un libro de ayer, sí, como los de Verne, Waltari o Lagerlöf, que hoy se miran por encima del hombro pero que son infinitamente superiores a cualquiera de los publicitados desde Babelia o sitios por el estilo). La película de LeRoy (me) da grima, pero al menos tiene más gracia que cualquier tecno-«epic» de ahora o sus variantes televisivas, que riegan las pantallas de sangre ya que no pueden hacerlo con ingenio.

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