Un hermano de la costa

Peyrol (sensacional Anthony Quinn) intenta forzar un candado para acceder a la bodega de la tartana, desoyendo los ruegos de Arlette, en la adaptación de The Rover, de Joseph Conrad

L’AVVENTURIERO (El aventurero, Terence Young, 1967)

«NADA PUEDE DETENER AL HOMBRE QUE HA RECIBIDO LA SEÑAL DE LA MUERTE». Es la solemne reflexión que se hace la viuda Caterine en las páginas de The Rover, la última novela de Joseph Conrad, publicada en 1923. De sus palabras se colige que no será ella, sino la parca, quien despose a Peyrol, bucanero francés que ha vuelto de ultramar mientras se libran las campañas de Napoleón, cuyo catalejo ya apunta a Egipto.

En la película basada en la novela, Peyrol llega a puerto tras burlar el bloqueo inglés en las costas del Mediterráneo. Antes ha saqueado un buque enemigo, pero ello no le granjea simpatías entre sus compatriotas republicanos, al contrario, encuentra problemas nada más poner el pie en tierra. Tras escapar de un corrupto jefe de aduanas que le exigía la mitad del botín, el pirata se refugia en su país natal, que le vio marchar hace cuarenta años. En una aislada granja, Escampobar, encuentra a una viuda de la revolución y a su sobrina, trastornada por la muerte violenta de sus padres durante el Terror.

Quien no hubiese leído a Conrad habría pronósticado que en algunas de las vicisitudes de Peyrol había materia para un filme comercial. Particularmente, para una película de acción. Es lo que promete el arranque de L’avventuriero, donde a la citada estratagema se suman dos elementos problemáticos: el botín y la entrega de unas falsas órdenes destinadas al almirante de la flota francesa en Tolón; tales documentos deberán ser oportunamente interceptados por el enemigo, a costa del propio Peyrol (sin duda, pronostica el oficial al mando, «preferirá una cárcel inglesa a la guillotina francesa»).

Pero la aventura conradiana discurre por más caminos, no siempre rectos. El rosario de escaramuzas desplegado a lo largo de The Rover plantea al lector más dudas que certezas, y le impide saltar alegremente de una situación a otra, dificultad agravada por el hecho de que los personajes principales no pueden hablar abiertamente; para colmo, sus acciones dejan un rastro narrativo difuso, como si todo estuviese hecho y dicho a medias, estrategia prefaulkneriana.

Más que los citados MacGuffin o las actividades clandestinas de Peyrol, importan otras cosas: el reencuentro con el país natal («la idea de que alguien pueda regresar a su lugar de origen solo para morir»); la saudade del pirata, en el ocaso de su vida, y el hecho de que este hombre se encuentre con dos mujeres a la deriva: una de ella tiene casi su misma edad y quedó marcada por su fuga con un sacerdote, mientras que la otra es una joven salvaje a la que la revolución ha dejado medio tarada.

Cualquier productor le habría visto las orejas al lobo y, al margen de Conrad, habría limitado la parte sombría de la historia potenciado el elemento de acción. Pero el italiano Alfredo Bini no era un productor al uso. Animado por el inesperado éxito obtenido con los dramas de Bolognini y, en especial, con las primeras películas de Pasolini, creyó que podía asumir el riesgo que comportaba la adaptación de la prolija novela de Conrad (tarea encomendada a Luciano Vicenzoni y Jo Eisinger, éste recordado por el guion de Gilda mientras que aquél venía de servirle a Leone la historia de El bueno, el feo y el malo). Ni siquiera le arredró la tibia recepción dispensada a otra compleja producción basada en el mismo escritor, Lord Jim (1965), de Richard Brooks (aunque el nombre del autor se minimiza supersticiosamente en los créditos); tampoco el fracaso de Viento en las velas (1965), de Mackendrick, donde Anthony Quinn ya encarnaba a un viejo pirata proa al crepúsculo. Para alivio de sus socios, el carisma de Quinn se mantenía intacto gracias a Zorba y tras la cámara iba a estar Terence Young, responsable de tres títulos de la serie Bond, lo que debió parecer suficiente aval.

Sin embargo, ninguno hizo el menor esfuerzo para convertir L’avventuriero en algo distinto a lo que proponía la novela (una aventura amarga), ni quiso jugar la baza de una trivial película de acción. Lo impedía la naturaleza sus personajes, casi todos atormentados, con la excepción del repulido teniente Real (Richard Johnson), que apenas rivaliza con Peyrol y que casi por inercia conquista a Arlette, la novia ensangrentada.

El posible romance de Arlette (Rosanna Schiaffino) y Peyrol (Anthony Quinn) queda abortado desde el momento en que ella se ofrece a éste como lo haría cualquier otra mujer, botín que el experimentado pirata estaría dispuesto a aceptar si no fuera por los problemas de la muchacha, a la que conoce camino de su hogar, perseguida por los consabidos aldeanos. Arlette es demasiado joven, demasiado impulsiva, y ve con más avidez que amor a Peyrol, «un mensajero de lo desconocido en la soledad de Escampobar«, según las palabras que Conrad pone en su boca.

Tampoco prospera una relación más lógica: la que el forastero podría tener con la tía de la muchacha (Rita Hayworth). Caterina es una mujer ajada, pero aún bella, a la que le queda un resto de fuego, acaso demasiado débil para caldear a un escéptico. Peyrol, no por deferencia, se extraña de su soltería. «Nadie querría a la mujer de un cura», le explica ella, convencida de que aquello ya no volverá.

Una escena posterior —el nocturno en el patio de la granja— revela que las cosas podrían haber sido de otro modo. Peyrol confiesa que se hizo hombre demasiado rápido: «Es como si una parte de mi vida me hubiera faltado», dice en referencia a su juventud. Consciente de lo que ambos han perdido y de que a ninguno le sobra ya tiempo, la viuda musita: «Los años no se pueden guardar para más tarde». Pero el hombre ya ha elegido, y lo hace en el mismo sentido equivocado que otro bandido nostálgico de la inocencia, el O’Malley de El útimo atardecer. La juventud derrota a Peyrol y Caterine ve cómo su oportunidad se desvanece en la noche, convertida en una sombra humillada.

El hombre sale de escena por la parte inferior del encuadre, como si descendiera a la tumba. Hasta entonces todo en él ha estado demasiado ocupado: el corazón, que querría detenerse en la contemplación de los antiguos lugares (apenas puede demorarse ante la tumba de su madre); la cabeza, dedicada a ordenar múltiples ideas, y las manos, afanadas en reflotar una vieja tartana cuya bodega guarda lóbregas memorias. Cuando se ve la película por segunda o tercera vez, es decir, con el cariño y la complicidad que siguen al descubrimiento, uno no puede dejar de conmoverse al ver que esa tarea se asemeja a la confección del propio ataúd. El tono de las escenas relacionadas con la embarcación sugiere que Peyrol no irá lejos, ni hará más viajes que el último a bordo de su tartana. La felicidad no se hizo para la Hermandad de la Costa, cofradía de proscritos; por eso el piloto decide partir solo y dejar en tierra a su amigo Michel, un pobre tullido que le ha ayudado a calafatear la nave. Para entonces, Peyrol ha tenido algunas mudas conversaciones con ella, pero la más conmovedora se recoge en primerísimos planos del rostro de Quinn, cuyas miradas al timón son inequívocas.

Antes Conrad y después la película nos hablan de la necesidad de afrontar el propio destino. El marino suelta amarras y deja atrás las quimeras de tierra firme. Mejor esa última voluntad que conspirar y extorsionar desde una comisaría; mejor el destierro que el papel mojado de un indulto (cómo se habría reído de ello el capitán Chávez) y mejor, desde luego, hacer honor a una triste sopa que berrear proclamas republicanas y amenazar a todos con la guillotina (como hace el fanático Scevola, antepasado de los actuales jacobinos).

Sabido es, a propósito, que la crítica mirada vertida sobre la revolución francesa ha contrariado a no pocos lectores de la novela, y por extensión a algunos espectadores de la película. Pero ningún catecismo, rojo o blanco, obliga a que una mente libre (llámese, Conrad, Dickens o France) santifique las carnicerías. En la película, Peyrol no actúa como un feroz contrarrevolucionario; solo es un hombre llano que recurre al humor para contrarrestar el dogmatismo imperante, así cuando observa que en las calles ya no hay gente sino «ciudadanos» o cuando, en la mesa de Escampobar, invita a tomar la sopa «antes de que el patriotismo la enfríe». Pero siempre habrá quien prefiera a los Scevola de este mundo. O a los Dussard, que abren su bolsillo para que en él desaparezca el sucio dinero de traidores y reaccionarios.

Como era de esperar, el autor de Nostromo reserva el laurel para la gente del mar; en concreto, para Nelson y Peyrol, el noble y el plebeyo, equiparados en destreza y valor, mientras Réal viene a ocupar el imposible lugar reservado al corsario. Al apuesto oficial le honrarán las mujeres y los imperiales salones, favor que le hacen los nuevos tiempos, un aspecto que la película no subraya. Guionistas y director se centran en la oda al viejo pirata, que aun sin vida sigue navegando, literalmente atado a su timón, desgarrador responso.

Lang, Tourneur, Mackendrick (así como el Sjöström de Terje Vigen) han precedido en estos duelos a un director que no posee su talento y del que nunca se hubiera esperado una película tan emotiva. Pero Terence Young logra que la historia discurra como a golpe de remo, envuelta en esa suerte de rudimentaria poesía que tanto conviene a las historias de piratas y contrabandistas. En su haber (y en el de sus montadores) hay que anotar, entre otras, la magnífica y díficil escena en la que Arlette ve volver su pasado como una oleada de fuego y sangre.

Claro que la película no es perfecta; abundan en ella las irregularidades, pero los intérpretes las allanan con su mera presencia. No me refiero a Rosanna Schiffiano, a la sazón esposa de Bini, que por una vez estuvo convincente, sino a otros injustamente olvidados, como Ivo Garrani o Mino Doro, sin desmerecer al más joven Luciano Rossi, asiduo del «spaghetti-western», o al competente Richard Johnson, actor shakesperiano que a punto estuvo de convertirse en otro figurín de los 60. Mención aparte merecen los veteranos: veinticinco años después de Sangre y arena, Anthony Quinn y Rita Hayworth se reencuentran en otra ficción que es lo más parecido a una contraimagen de aquel filme. Ambos confieren a L’avventuriero una pátina otoñal y agridulce que se transmite a la fotografía de Leonida Barboni y a los escenarios de la isla de Elba, que reemplaza en la ficción a la península de Giens. Una atmósfera cenicienta señorea estos pagos, sobre los que de noche parece soplar «un helado golpe de viento, ambulante en la húmeda y tiznada oscuridad, sobre la ruina de tejados y chimeneas», como se lee en otra de las narraciones de Conrad.

Así parece entenderlo también Ennio Morricone, por entonces en su apogeo. Lejos de ofrecer fanfarrias y pastiches de Korngold, el compositor romano condensa la aventura en una hermosa elegía, interrumpida en la sección central por un vals que habla de recuerdos queridos y pasiones desvanecidas (1).

Al otro lado del Atlántico todo esto sonaba demasiado triste y aburrido, así que L’avventuriero navegó bajo pabellón italiano. Corría la era del pop; el cine de aventuras había perdido su antiguo fulgor y cantar su ocaso era una empresa suicida. Pero, como dice Peyrol, «alguien ha de ser el último en este mundo». ♠

(1) En el estudio de grabación, Bruno Nicolai contó dos excelentes violinistas: Dino Asciolla y Angelo Stefanato (preferido de Leonard Bernstein), lo que revela el cuidado que se puso en la interpretación musical de L’avventuriero.

8 comentarios en “Un hermano de la costa

  1. De “El pirata” (traducción no demasiado literal de “The Rover”) solo tengo vivo el recuerdo de su atmósfera, el itinerario de su protagonista, y especialmente el placer de su lectura: me parece una de las mejores novelas de su autor, lo que no es poco decir.
    Para ser de Conrad, el desarrollo de la trama es relativamente lineal, lo que la hace más susceptible de adaptación a los usos habituales. La película dirigida por Terence Young tiene un estilo impersonal (y en esto no puede ser más opuesta a Conrad), pero al menos, como bien resaltas, no altera el destino del protagonista, y conserva algo del espíritu de la novela. Quienes en la adolescencia nos estrellamos contra “Lord Jim”, “Tifón” u otras obras pudimos comprender instintivamente que Conrad escribía en otro género diferente al de Verne, Salgari o Stevenson: aunque después supimos, gracias a Savater y otros autores, que todo relato de aventuras traza esencialmente un itinerario moral, la seriedad y la sutileza del arte de Conrad lo hacen poco apto para lectores amantes de la velocidad “de crucero”, según la expresión tópica de la era de la navegación aérea. Las travesías de Conrad son muy distintas. Los atajos y resúmenes, las declaraciones demasiado unívocas, traicionan su naturaleza esencial. Enredan al lector en los remansos de la prosodia o los juegos de perspectivas, como el mar y los vientos juegan con las embarcaciones y los hombres que creen gobernarlas. Su tema no es la aventura en sí misma sino lo que esta implica en el camino a la madurez y al reconocimiento del destino propio (algo que nada tiene que ver con la búsqueda del éxito o la nueva religión de la auto-ayuda). Peyrol es uno de sus personajes más admirables, con menos flaquezas, y Anthony Quinn lo encarna con una convicción que acaba contagiándose a la película.

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    • Puede que Terence Young fuera un director impersonal (proliferan los ejemplos a lo largo de su filmografía, si salvamos su extraño y original debut, «Corridor of Mirrors»), pero difícilmente puede considerse una película del montón «L’avventuriero», tan alejada del «mainstream» como Joseph Conrad pueda estarlo de Ken Follett. La comparación con otras cintas de aventuras de Young, como «Safari» o «Zarak» lo deja claro, y eso que ambas me resultan muy simpáticas, no digamos ya si al otro lado de la balanza ponemos «Las amazonas», con sus revolcones lésbicos y demás. Una película como esta, tan suicida, tan melancólica (en todas sus facetas, desde la fotografía a la música, pasando por la interpretación) estaba reñida con la taquilla, de hecho, en Estados Unidos se juzgó improyectable y hubo de ser estrenada en algún festival. Por otro lado, y siendo muy conradiano, confieso que «The Rover» no me hace muy feliz. Quizá pesen demasiado en el recuerdo sus grandes narraciones, quizá fuera problema del lector, pero por una vez el personaje me interesó más que el confuso relato de sus aventuras.

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  2. Ante una obra tan rica y variada como la de Conrad, es lógico que cada uno tengamos nuestras preferencias. A diferencia de James, cuyo estilo se fue haciendo cada vez más retorcido y ensimismado, él supo mantener el pulso en la madurez. Las comparaciones son odiosas, y hasta por dimensiones sería injusto enfrentar “El pirata” con “Nostromo” o “Victoria”, pero cuando la leí, ya no recuerdo si durante o después de un viaje a Córcega, me pareció una novela perfecta, de esas que uno lamenta terminar de leer…
    Ya hemos hablado en otras ocasiones sobre las adaptaciones al cine de Conrad, que inevitablemente simplifican cuando no edulcoran su carácter; no puede acusarse de esto último a «L’avventuriero», pese a algunos deslices. Frente a las adaptaciones confesadas, tiendo a preferir las conexiones casuales o inconscientes que pueden descubrirse aquí y allá, en lugares insospechados: por ejemplo, creo que una película como “China Girl” de Borzage atrapa el núcleo esencial de “Victoria”, al margen de todas sus diferencias exteriores, con sorprendente exactitud.

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    • Recuerdo que a veces Borges se culpaba de no haber sabido apareciar determinados libros. Si un gran lector lo admite, fuerza es que alguien situado muy por debajo de él sospeche que a lo mejor el fallo estuvo en uno y no en el texto. Sea como fuere (creo que también hemos pasado ya por aquí), estimo que Conrad no ha sido precisamente un autor maltratado por el cine. Lo digo tanto por las adaptaciones oficiales como por las oficiosas, entre ellas la que agudamente señalas.

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  3. Apunto, por haberla visto recientemente, un buen film sobre un texto conradiano, bueno más bien medio film, «The secret sharer» de John Brahm, dentro del largo «Face to face» del 52.

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