
YÛKOKU (Patriotismo, Yukio Mishima y Dômoto Masaki, 1966)
POCAS OBRAS HAN SINTETIZADO EL ARTE Y LA VIDA con tanta fuerza y convicción como Yûkoku, la única película dirigida por el gran escritor japonés Yukio Mishima.
Aunque Paul Schrader exploró en su biopic de 1985 las circunstancias que rodearon el rodaje del filme, los verdaderos motivos por los que un creador tan afirmado en la palabra decidió emplear otro lenguaje hay que buscarlos en la propia naturaleza del artista. De suyo mitómano, Mishima se había dado cuenta de que el cine era un magnífico instrumento para su culto personal, por lo que quiso representarse a sí mismo en una fantasía de amor y muerte destinada tanto a su liturgia privada como a una sociedad corrompida (la japonesa moderna) a la que era preciso dar una lección.
Quizá haya otra razón. El lenguaje literario de Mishima basa su fuerza en imágenes poéticas que poseen temperatura, volumen, peso, sustancia. Por una vez —la primera y la última— esas imágenes buscaron quintaesenciarse en un medio parecido al sueño, allí donde nada ni nadie pudiese mancillar un ideal erigido sobre valores como la lealtad, el honor y la sinceridad, connaturales a Mishima.

Yûkoku es, por lo tanto, la visión de un hombre deseoso de poner en escena su sueño de inmolación, secretamente acariciado. El propio autor lo había ensayado ya en un inolvidable relato fechado en 1960, que él consideraba un epítome de sus virtudes y defectos. Allí se nos traslada al 28 de febrero de 1936, tres días después del intento de golpe de Estado llevado a cabo por elementos rebeldes del Ejército japonés. Un oficial del batallón de transportes, el teniente Shinji Takeyama, se enfrenta a la disyuntiva de secundar el motín y traicionar al Emperador o permanecer leal y ejecutar a sus compañeros de armas. Viendo la imposibilidad de tomar partido, Shinji se hace el harakiri, seguido por su joven esposa Reiko.
Rodada en tan solo dos días, la película sigue fielmente el relato, en el que incluso se apoya mediante una introducción caligrafiada (al parecer escrita por la mano de Mishima), donde se nos refieren los citados hechos.
Una total desnudez preside la puesta en escena, inspirada en las escenografías claustrofóbicas del teatro Nô. Sobre los tatami se levantan unos pocos objetos que nos informan de la naturaleza de los esposos, viril y austero el varón, abnegada y exquisita la mujer. Ambos se reúnen bajo una inscripción en la que se lee el lema shinsei (fidelidad absoluta), espiado con ansiedad en momentos escogidos del drama.

Mishima, que interpreta a Shinji, pone especial cuidado en velar sus ojos a lo largo de la representación, mientras destaca los de Reiko, encarnada por Yoshiko Tsuruoka. El director sugiere así la impenetrabilidad del hombre y la alta misión de la mujer, que debe servir de testigo a su marido, prepararse para la última visión. La unión de placer y deber, de eros y muerte, recurrente en la obra del autor, alcanza aquí un angustioso cenit, de hecho Mishima filma con el mismo voluptuoso detallismo la escena del coito y la del primer «seppuku», que muestra al soldado «íntegramente disuelto en el dolor».
En el original, la casa está amenazada por los movimientos marciales que se suceden en el exterior, donde las dos facciones del Ejército se aprestan para luchar. En la pantalla no se escuchan esos ecos. Ninguno en realidad, ya que la película, concisa hasta en su duración (apenas treinta minutos), es enteramente muda, quedando como única banda sonora una añeja versión monoaural del Liebestod de Tristán e Isolda, que confiere al resultado un sesgo enfermizo y evoca retadoramente el cine de los primeros años del sonoro.
Mirar de frente a la muerte no era una ilusión platónica para Mishima, como lo demuestra el hecho de que el propio escritor se suicidara cuatro años después tras encabezar un conato de rebelión al frente de su milicia la privada, la Tate ni Kai o Sociedad del Escudo, por supuesto fracasado. En los años siguientes, su viuda intentó prohibir por todos los medios la exhibición y distribución de Yûkoku, ordenando la destrucción de todos los negativos. Por fortuna, no lo logró y hoy esta solitaria y subversiva película de Mishima ocupa en la cinematografía mundial un lugar análogo al de Un perro andaluz y La sangre de las bestias. ♠

No conozco bien la obra de Mishima, del que solo he leído la magistral «Confesiones de una máscara». Hay que recordar que, antes de asomarse a la imagen en movimiento, el escritor y culturista ya había posado para el gran fotógrafo Eikō Hosoe en «Barakei».
Sería curioso hacer un repaso a las películas que incluyen en su banda sonora fragmentos de «Tristán e Isolda» (no solo en su versión original, sino también en variaciones más o menos transparentes, como la de Herrmann para «Vértigo»), desde «La edad de oro» de Buñuel y «Adiós a las armas» de Borzage.
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Me temo que los aspectos más externos de la personalidad de Mishima (favorecidos por su propia mitomanía) han ocultado sus virtudes como escritor. En efecto, el Tristán es un correlato que aparece en muchas partituras y películas, no siempre bien utilizado, como es el caso de Buñuel. La paráfrasis hermanniana en el filme de Hitchcock es, por el contrario, magistral. Creo que también se escuchaba, aviesamente citada, en «Freaks».
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