Una mujer, un tren

Keira Knightley, en el papel que otrora asumieron Greta Garbo, Vivien Leigh o Tatiana Samóilova

ANNA KARENINA (Joe Wright, 2012)

POCO ANTES DE QUE EL CONDE TOLSTÓI sucumbiera a la pulmonía en una estación de ferrocarril, cuando trataba de poner tierra de por medio entre él y su esposa, el cine ya había empezado a adaptar sus obras.

Corría el año 1909. Desde entonces, el «invento sin futuro» no ha dejado de mirarse en sus historias, ganando para su fuero títulos como Guerra y paz, de King Vidor, su hómonima rusa dirigida por Sergei Bondarchuk; Aien kyo, de Kenji Mizoguchi, o L’Argent, la austera interpretación que Robert Bresson hizo en 1983 del estupendo relato El billete falsificado.

A mucha distancia de la épica vidoriana, sin la pregnante lírica del ruso, ajena al sentido del dolor del maestro japonés y lejos de la desnudez bressoniana, se sitúa la (por ahora) última adaptación para la pantalla grande de Anna Karénina, firmada por dos británicos, el guionista Tom Stoppard y el director Joe Wright. Este último propone un musical sin canciones, un ballet cinematográfico en el que el teatro y la danza cogen de la mano al cine.

Explayando la vista por la pantalla (es decir, queriendo pescar en su superficie algunos reflejos nobles) el espectador piensa en el último Max Ophüls, en el Bergman de Fanny y Alexander. Pero Wright no apunta tan alto. Su confesado referente es Robert Altman, y por ahí empieza a entenderse por qué esta película es tan teóricamente seductora como impostada en los resultados, tan lujosa en el plano visual como decorativa en sus medios y en sus fines.

No es necesario que nos pongamos en el lugar de Tolstói para fruncir el ceño ante lo que el escritor hubiera considerado una traición a “su” verdad”. Wright opta por la fotogenia del melodrama, por las coreografías que este le ofrece, un poco como los ballets oníricos de Powell y Pressburger, pero sin su grácil majestad.

Credito fotográfico: Laurie Sparham

Tolstói colocaba ante Anna numerosos espejos morales de los que ella —destinada al colapso emocional y a la ruedas de un tren— no era del todo consciente. Wright presta más atención a la pasión romántica alojada no en la novela, sino en la imagen que se tiene de ella (un poco como ha sucedido con Madame Bovary, otra de las excepcionales historias de adulterio servidas por la literatura del XIX). La actriz Keira Knightley, en su tercera colaboración con Wright, tiende un sólido puente entre la visión del gran artista que creó a su personaje y el inferior cineasta que lo hereda para volver a convertirlo en una heroína popular. La elección de jóvenes actores, por entonces de moda, parece igualmente orientada a atraer a segmentos del público que apenas poseen del original literario esa vaga imagen, susceptible de ser enriquecida por la lectura, impostergable si no se ha acometido.

Aunque pueda parecer contradictorio con lo expuesto, esta visión coreográfica de Anna Karénina resulta tan discutible como legítima. Es una Anna posible, una Anna de estudio, nacida de las ondulaciones, colores y reflejos contenidos en unas imágenes que se van engarzando como por contagio, un poco como las sospechas que Karenin (Jude Law) va reuniendo sobre la fidelidad de su esposa. Preferir las muy correctas versiones de Clarence Brown y Julien Duvivier, o la posterior de Alexander Zarkhi, rodada en un nueva época de esperanza para la cultura rusa, no lleva más que a la melancolía.

Y hablando de cultura rusa, convendría que nadie confundiese hoy lo que es patrimonio de la inteligencia con el producto de la barbarie. El último capítulo de histeria colectiva se escribe estos días a cuenta de la caza de brujas emprendida contra todo aquello que provenga de Rusia, da igual si es Putin o Pushkin, Kalashnikov que Karamázov: todo va en el mismo saco (excepto el gas y el petróleo, claro, que quedan fuera de la indignada respuesta). El ultramoderno siglo XXI sabe de dinero, pero no de discernimiento: hoy se veta una conferencia sobre Dostoyevski, mañana se suspende una proyección de Solaris y pronto desaparecerá de los teatros Boris Godunov o se sacará de las librerías Anna Karénina. Ya queda menos para Fahrenheit 451. ♠

4 comentarios en “Una mujer, un tren

  1. Coincido con Hitchcock cuando afirmaba que es preferible adaptar al cine novelas o relatos que no han alcanzado su expresión definitiva en el campo de la literatura; hay excepciones, pero no todo el mundo es Bresson, Ophüls o Fassbinder.
    Sobre la «Anna Karenina» dirigida por Clarence Brown, recuerdo que Virginia Woolf escribió: «La alianza es innatural. El ojo y el cerebro se dividen sin piedad cuando tratan en vano de trabajar en pareja. El ojo dice: “Aquí está Ana Karenina”. Una voluptuosa dama vestida de terciopelo oscuro y con perlas está ante nosotros. Pero el cerebro dice: “Esta se parece tanto a Anna Karenina como a la reina Victoria”. Porque el cerebro conoce a Anna Karenina casi enteramente a través de su interior –su encanto, su pasión, su desesperanza. El cine concentra todo el énfasis sobre sus dientes, sus perlas y su terciopelo. Entonces “Anna se enamora de Vronski” –es decir, la dama del terciopelo oscuro cae en los brazos de un caballero de uniforme, y ambos se besan con enorme delectación, muy concentrados e infinitamente gesticulantes sobre un sofá en una biblioteca exquisitamente amueblada, mientras un jardinero corta el césped. Así nos movemos a trompicones, con pesadez, a través de las novelas más famosas del mundo. Así las deletreamos en palabras de una sílaba, garabateadas por un escolar iletrado. Un beso es amor. Una taza rota son celos. Una sonrisa es felicidad. La muerte es un coche fúnebre. Ninguna de estas cosas tiene la menor conexión con la novela que escribió Tolstoi, y es solo cuando dejamos de intentar conectar las imágenes con el libro cuando adivinamos a partir de una escena accidental –como el jardinero cortando el césped– lo que el cine podría hacer si se lo encomendara a sus propios recursos.»

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    • La idea que subyace tras la opinión de Hitchcock es que no se arriesga al trasvasar un material pobre, porque el honor de la víctima ya está previamente mancillado. O bien que es más probable que una película mejore el pretexto cuando este es rudimentario. Pero siempre hay excepciones, en uno y otro sentido.
      Gracias por aportar el comentario de Virginia Woolf, que desconocía. Más que sus lógicos reparos, suscribo la última observación: el cine debe encomendarse a sus propios recursos, que son la luz y el espacio (aunque la palabra predomine excepcionalmente en casos como el de Guitry). Dicho esto, rompo una pequeña lanza por la «Anna Karenina» de Brown, un melodrama dirigido con su proverbial solvencia. Por supuesto, es frustrante si ve a la luz de la creación de Tolstói, cuyos personajes están hechos de palabras y pensamientos complejos; la versión de Hollywood se nutre solo de aquellos elementos que propician la fotogenia de las estrellas y afirman al público en la idea general que tiene de la novela, aun sin haberla leído.

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  2. Repasando fechas (1926), veo que me confundí al asociar las palabras de Virginia Woolf a la película dirigida por Clarence Brown, y que ni siquiera pueden referirse a la versión previa de Garbo con Edmund Goulding. Lamento el lapsus.

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