El grado cero de la pasión

Recuerdos como olas: Edgard (Bruno Putzulu), el creador que indaga frente al mar sobreimpresionado de Éloge de l’amour

ÉLOGE DE L’AMOUR (Elogio del amor, Jean-Luc Godard, 2001)

AMADO O DETESTADO, pero vivo, Jean-Luc Godard es uno de los contados cineastas que desde su debut, ya lejano, en 1959, con À bout de souffle, no ha abandonado nunca su posición de resistencia dentro de la cultura del cine. Y quizá sea el único director moderno, junto a Harun Farocki, que ha sabido analizar esa cultura bajo todas sus luces, ya sea desde las relaciones económicas, el pensamiento político, la interrogación acerca del lenguaje empleado o el modo en que el espectador procesa las imágenes recibidas hasta convertirlas en imaginario, sujeto de su monumental ensayo fílmico Histoire(s) du cinéma.

La articulación de la memoria es también uno de los ejes sobre los que, visiblemente, Godard hace gira esta ambiciosa y áspera película titulada Éloge de l’amour. Edgard es el nombre que recibe el personaje enunciador, un director de cine que busca y encuentra a la actriz de su película, en realidad la mujer que conoció en otra esfera de espacio y tiempo, evocada a lo largo de la película sin ningún afán rememorativo, sino más bien como un espejo colocado frente al presente que huye y se esconde tras los numerosos fundidos en negro que jalonan el filme.

Interpretado por Bruno Putzulu, Edgard no es sino la voz de apoyo que Godard necesita para dar curso a las múltiples voces que constituyen el entramado polifónico de la película. En todas ellas se escucha la del propio director, que formula su pensamiento a través de citas, didascalias, proverbios, retazos de diálogo, improvisaciones y numerosas frases, algunas meditadas y profundas, otras meras ocurrencias, metidas con calzador en la película pero rematadas, eso sí, por codas musicales que parecen cargar de significación lo que sólo es cháchara, cuando no equilibrismo verbal. Tampoco faltan ni el principio de encuesta (usada y tirada en otros de sus films, como Masculin féminin), ni un conato de discurso sobre la globalización del cine, iniciado ya en Le mépris (El desprecio, 1963), una de sus mejores obras.

Y ya que de amor se habla, hay que decir que en el cine de Godard es más difícil ver a dos personajes abrazados que a una pareja recitándose pasajes de libros. Desde À bout de souffle, el libro no sólo es el contenedor de la cita expuesta por el actor, sino un objeto fílmico con una presencia definida, convocado para decir, para mostrarse elocuente. A mi juicio, el autor de Weekend parece más cómodo en ese pronunciamiento del objeto aparentemente mudo e inanimado que en el trabajo con el actor; tal vez ello explique por qué ha llegado un momento en que el personaje y el libro apenas se relacionan dentro del espacio fílmico creado por el director.

Cada vez más alérgico al contacto físico, cada vez más encerrado en su propia instancia reflexiva, Godard prefiere centrarse en el “ping-pong” intelectual antes que en la carne traidora donde todo se abrasa. Por eso, me parece contradictorio que quien preconiza que el ser amado es la antítesis del Estado o –citando a San Agustín– que la medida del amor es el amor sin medida, haga una película exenta de toda pasión o que esta se vea reducida a su grado cero, siguiendo el ejemplo de Barthes referido a la escritura.

Una lacerante frialdad domina toda la primera parte de la película (la presentada en blanco y negro), en la que asistimos a la trabajosa puesta en pie del Éloge, con su falso aire de encuesta, su “quita-y-pon”, sus ruidos de carpintería y sus tristes estampas del París nocturno, que son como los anuncios de algo que está por llegar. Durante toda esa sección, no se nos participa nada excepto un esfuerzo organizativo que, para algunos espectadores, no necesariamente vagos o poco avezados, puede convertirse en un desafío a la paciencia.

Sin embargo, vale la pena esperar a la segunda parte (la fotografiada en tonos monocromos), porque en ella la película parece desperezarse, salir del apático gusano en el que estaba siendo larvada para cobrar una inesperada emoción, la de la obra que nace ante nuestros ojos y deja atrás una pesquisa inútil. Es aquí cuando la mirada de Godard adquiere calor poético y una cierta piedad por la experiencia humana que se esconde tras la formulación de ese mundo fragmentario que el arte moderno ha elevado a categoría.

Por eso, creo que, a pesar de su fraseología y de su funambulismo –también de su exceso de procedimiento, que durante buena parte de la película maniata su desarrollo–, Elogio del amor merece la pena verse y escucharse. Por lo menos revela a un director que en vez de conformarse con llorar sobre la tumba del cine, aspira a seguir creando aunque sea a costa de dar palos de ciego. ♠

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