
ELEPHANT (Gus Van Sant, 2003)
POR MUCHO QUE SE NOS ASEGURE que “son ficticios” todos los lugares y personajes que aparecen en Elephant, a nadie se le oculta que la película de Gus Van Sant es una recreación libre de la matanza del Instituto Columbine de Littleton, Colorado.
Como se recordará, esta tragedia fue convertida en espantajo por ese supuesto documentalista llamado Michael Moore, elevado a los altares gracias a Bowling for Columbine, donde, a través de entrevistas, señuelos y caricaturas, se criticaba el culto norteamericano a las armas.
Pero a diferencia de Bowling for Columbine, Elephant no encontró a un público amplio, y a eso a pesar de los premios recibidos en Cannes. Lo mismo sucedió unos años después con Polytechnique, la película del canadiense Denis Villenueve inspirada en la masacre de la escuela de Montreal.
La explicación hay que buscarla en la forma cinematográfica que Van Sant escoge para aproximarse al drama que periódicamente asola los colegios e institutos de Estados Unidos. El título de la película alude a la parábola budista según la cual un elefante es percibido por un grupo de ciegos, cada uno de los cuales examina la parte que tiene más cerca. Al no poder reconocer esas partes como elementos de un todo, los invidentes las identifican con troncos de árbol, rocas, cuerdas o travesaños.

Van Sant organiza su Elefante cinematográfico como un mosaico. La cámara lo recorre siguiendo la débil estela de una serie de estudiantes entre los cuales se encuentran los autores de la masacre. A menudo los alumnos son observados por la espalda, mientras caminan o realizan actividades cotidianas, una forma de expresar su anonimato. El director de Drugstore Cowboy los sigue a través de calles, aulas, parques y corredores, convirtiéndose en testigo privilegiado de sus movimientos, impersonales y anodinos.
Desde el punto de vista cronológico, la película se estructura a partir de los fragmentos de tiempo que los personajes ocupan a lo largo de la jornada. Ello da lugar a sugestivas interacciones: por ejemplo, el encuentro de dos estudiantes en un pasillo es recreado desde sus respectivos puntos de vista e incluso desde la de un tercero que pasaba allí y de cuya presencia ninguno de ellos se había percatado.
Magro espectáculo. Van Sant ni siquiera recurre al formato de “thriller”, de hecho ninguna escena se abre con rótulos alusivos al lugar y de la hora exactos en el que se desarrollan los hechos. Estas informaciones (por lo general destinadas a reforzar el aspecto documental de los filmes basados en sucesos excepcionales) son reemplazadas por imágenes opacas donde se inscriben los nombres de pila de los jóvenes que desfilan por la historia.


Hay razones para discrepar de quienes consideran esta fórmula “incoherente” o desprovista de interés. Con relativa facilidad, el director de Gerry logra traducir en imágenes el tiempo de la muerte, esa fuerza invisible que viene de camino. El resultado es una secuencia triste, monótona, desolada, desarrollada en un contexto de alienación colectiva. Para Van Sant, las víctimas ya estaban muertas antes del tiroteo.
Semejante argumento se presta, cuando menos, a un tratamiento sensacionalista. Como el documental panfletario y demagógico ya estaba hecho, lo normal habría sido organizar Elephant como una película de catástrofes, con personajes de telenovela que muestran a la cámara sus perfiles estereotipados, una especie de “estos son los condenados”. Lo lógico habría sido construir la historia para que ésta desembocase en una impugnación moral. Nada de eso sucede en Elephant.
El cineasta de Louisville elude toda fórmula, todo sermón. Los jóvenes que aparecen en el filme no tienen el menor relieve psicológico: la cámara destaca su aislamiento, o al revés, sus dinámicas gregarias, como en el caso de ese trío de jovencitas que antes de ir a la universidad quieren hacerlo todo juntas: salir de compras, atracarse de comida en el bar de la facultad e incluso vomitar en los aseos.
Hay en Van Sant una renuncia explícita a buscar explicaciones, causas o argumentos. Todo el arsenal teórico lo deja en manos de los sociólogos, esos maestres de la obviedad. A él sólo le interesa el melancólico seguimiento de unos jóvenes que se relacionan mediante patrones ajenos y que son la viva imagen de la claudicación.

Van Sant no indaga en las causas de su desánimo, ni siquiera profundiza en el resentimiento infantil de los dos asesinos, a quienes describe compartiendo sus rutinas domésticas, que alternan la visión de documentales sobre la Alemania de Hitler con las aburridas matanzas selectivas que se suceden en la pantalla del videojuego, la recepción a domicilio de rifles de asalto con la interpretación de las bagatelas de Beethoven. Para poner la guinda, se esboza una tímida complicidad homosexual entre los dos jóvenes, que, según confiesan, nunca han sido besados.
Ambos se conjuran para la eliminación lúdica de un enemigo común. Que el método seguido para ejecutar su venganza es aleatorio lo demuestra el hecho de que su primera víctima es la más débil del grupo: una pobre chica que sufre el escarnio de sus compañeras a causa de su pudor y fealdad.
Una vez consumada la tragedia, Van Sant está obligado a ir más allá. En cambio, se apea de la historia en el preciso momento en que ésta pide un nuevo aliento, una clave. En vez de suministrarla, el director se refugia en la imagen recurrente de un cielo surcado por nubes otoñales. Todo el potencial interpretativo del filme queda así reducido a un icono mudo, a una imagen cifrada. ¿Es suficiente? ♠

Quizá la principal novedad de esta película no reside tanto en el aspecto formal como en su circunstancia: el hecho de que un director de Hollywood pudiera filmar a la manera de Béla Tarr. Parece que ha pasado mucho más tiempo del que realmente ha pasado. No sé lo que pensarán ahora de la película sus admiradores de entonces.
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Quienes admiraban esta película hace dos décadas seguramente ya no se acuerdan de ella o la recuerdan vagamente, como casi todo lo que se estrenaba y premiaba entonces. Una de las cosas que ha pasado entretanto es que Tarr ha dejado de dirigir. Entretanto, también, nuestras sociedades han avanzado con botas de siete leguas hacia la sinrazón global en que nos encontramos, sin perspectiva de solución o enmienda.
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