Sobre las ruinas del mundo

Paul (Neil Hamilton) e Inga (Carol Dempster), en la parcela alquilada a los astilleros berlineses

ISN’T LIFE WONDERFUL? (La aurora de la dicha, David Wark Griffith, 1924)

EN EL LIBRO DEL OLVIDO hay un capítulo reservado a los pioneros. Basta haber abierto camino o colonizado algún territorio virgen para que la posteridad honre al precursor con vagos elogios y pase de largo. No es una exageración. Pocos saben a estas alturas que John Field es el padre del nocturno, o que Liszt lo fue del poema sinfónico; y pronto nadie recordará que Griffith sentó — como dicen los manuales— las bases del relato cinematográfico, a no ser para renegar de su paternidad o escupir sobre su memoria.

Nunca le ayudaron los historiadores, siempre con el foco puesto en las películas épicas producidas entre 1914 y 1919, una de las cuales le ha valido el apodo de «racista sureño»; ni que el polvo del tiempo y los prejuicios se depositasen sobre imágenes que hoy asombran por su lozanía. Antes y después de la guerra, Griffith prodigó obras maestras; pero si en el haber antebellum figuran maravillas indiscutibles (como The Unchanging Sea o A Corner in Wheat, por citar dos), sigue habiendo reticencia a ponderar cuanto el director rodó después del armisticio, o, si nos atenemos a su filmografía, lo que vino a partir de Broken Blossoms.

Es ya un lugar común hablar de declive a propósito de la última etapa de Griffith. Para refutarlo está Isn’t Life Wonderful?, que en España recibió un título afortunado: La aurora de la dicha. Ambos títulos, el inglés y el español, encaminan al espectador hacia una conclusión esperanzadora, luego de compartir el avatar de una familia de emigrados polacos que subsisten a duras penas en el afligido Berlín de los años de Weimar.

Después de la Gran Guerra, era inimaginable que un cineasta se atreviera a producir una historia por la que transitan hambre, pobreza, desempleo, disturbios, hiperinflación y desarraigos masivos. En los primeros años 20 todos los directores, con independencia de su prestigio, fueron empujados a rodar divertimentos, películas ligeras destinadas a un mercado global y dirigidas a un público cuyos gustos habían cambiado, lo mismo que las sociedades a las que pertenecían. Grifftih pudo haber desafiado esa inercia, apoyado en la autoridad que emanaba de su figura, pero la realidad era otra: el director arrastraba una deuda millonaria, su influencia había decrecido y las películas que le habían dado fama quedaban prematuramente atrás (solo seguía dando dinero El nacimiento de una nación); por añadidura, su posición dentro de la industria empezaba a tambalearse como consecuencia de varios fracasos, el último de los cuales era la superproducción America. En este contexto, rescatar fondos y partir hacia Alemania para rodar una historia de supervivencia protagonizada por europeos al borde de la inanición solo puede calificarse de suicida. Una huida hacia adelante.

En su documental sobre el «padre del cine», Brownlow y Gill aducen que su elección pudo deberse al deseo de confrontar la humillación alemana con la sufrida por los Estados Unidos tras la Guerra de Secesión. Si así fuera, la estrategia griffithiana apuntaba en una dirección equivocada, con un blanco que además se alejaba. La guerra o sus secuelas podían seguir siendo un argumento atractivo solo si se partía de premisas excitantes para el nuevo público, como supieron ver los jóvenes Vidor, Wellman o Hawks, quienes apostaron por enfoques espectaculares, no especulares.

Es posible que en el cálculo de Griffith entraran otros factores: la confianza en el viejo ideal humanista (el amor que vence a la adversidad, necesario tras la guerra) y la creencia de que podía reconquistar al mismo público que unos años antes había jaleado Hearts of the World, otro drama familiar ambientado en la Europa zarandeada por el conflicto bélico. Por otra parte, le debía algo a Alemania, el archienemigo, descrito allí con trazos feroces y sobre cuyo drama, exacerbado por Versalles, necesitaba arrojar una luz comprensiva (si bien al final desvió el foco hacia los desplazados extranjeros, en este caso polacos, representantes de todos los pueblos oprimidos). Y es aquí donde entra en juego la novela en que se basa Isn’t Life Wonderful?.

Bien porque suelen ser inaccesibles o porque se las considera irrelevantes, las fuentes literarias del cine de Griffith pasan de puntillas en una mayoría de análisis. Del magma de lecturas decimonónicas —encabezadas por Dickens— que abonan su primer periodo, fueron emergiendo opciones próximas al cambio de siglo como Thomas Dixon, Charlotte Blair o Thomas Burke, hasta llegar a un estricto contemporáneo de este último, el también inglés Geoffrey Moss, veterano del Ejército que inspiró a Griffith su mejor largometraje y el que le arruinaría (casi) definitivamente.

Moss venía de obtener un gran éxito con Sweet Pepper (1923), novela ambientada en los escombros del del Imperio Austrohúngaro, cuyos restos también iba a recoger Stroheim. En aquellos años, mientras trabajaba para la Inteligencia británica, «el buen soldado» examinó sobre el terreno la difícil vida en la Alemania derrotada, lo que a continuación le llevó a escribir un conjunto de seis relatos reunidos bajo un título elocuente: Defeat. En el penúltimo de ellos, Isn’t Life Wonderful?, una familia de refugiados recomienza «de cero» después de que la guerra les haya expulsado de su hogar y desposeído de sus bienes.

Sería necesario conocer el original (del que solo quedan primeras ediciones en el mercado inglés) para calibrar razonablemente la adaptación realizada por el propio Griffith. Pero la figura de Moss, tan admirada por Graham Greene, suministra algunas pistas sobre el trasfondo político de su ciclo narrativo. El autor creía que tanto las sanciones como las violencias infligidas por los aliados en suelo alemán servirían de abono para una próxima guerra, profecía que fue tomando forma durante la República de Weimar, criticada por quien años más tarde dedicaría una novela al sitio del Alcázar y simpatizaría con el bando nacional español (partido que, dicho sea de paso, también tomaron unos pocos pero notables escritores ingleses como Waugh y Machen).

Compartiera o no su diagnóstico, Griffith pudo comprobar sobre el terreno la realidad palpada por Moss, cuyos personajes son en todo momento conscientes de que no solo su clase social (la clase media, sustento de las profesiones liberales) estaba acabada, sino que toda una civilización, una cultura, estaban feneciendo. Sin evitar del todo esa percepción, Griffith prioriza el argumento sentimental y resume la decepción de la familia en el gesto encorajinado de la abuela, que rompe un retrato de Guillermo II, exiliado en los Países Bajos tras la derrota.

Pero lejos de caer en la simplificación melodramática, Griffith obra un sencillo milagro: armonizar la historia de la familia con la del mundo convulso en el que cada uno de sus miembros intenta salir adelante.

Asistimos, sí, al cataclismo colectivo (que iba a propiciar el ascenso del nazismo), pero también a pequeños dramas, que en algunos casos se revisten de romanticismo y en otros de un humor blanco, acuñado por el propio Griffith. Clavar una chincheta se convierte, así, en una proeza para el viejo profesor (Erville Anderson), que se mueve en el mundo real como pez fuera del agua; querría relevarle uno de sus hijos, el noble y educado Theodor (Frank Puglia), cuya modestia le permite trabajar de camarero en clubs nocturnos para especuladores y ricachones (uno de los cuales, norteamericano, le brindará ayuda en forma de salchichas para los castigados estómagos de su familia, detalle que no debió escapar a Capra); a ellos se ha unido un cómico itinerante, Rudolph, cuyos intentos de divertir al prójimo devienen inútiles (pero solo dentro de la diégesis: su inclusión en el dramatis personae obedece al propósito de ofrecer al público algo de comedia, como le sugirieron a Griffith personas de su entorno, lo que explicaría las pantomimas de Lupino Lane, por entonces muy celebradas).

Completan el cuadro los dos personajes que confieren a la película su estatuto romántico: el primogénito Paul (Neil Hamilton), que trabaja duro pese a tener los pulmones envenenados por los gases inhalados en el frente; e Inga, la hija adoptiva, que ama a Paul desde la infancia y que al igual que él busca construir sobre las ruinas. La muerte está a punto de separarlos, pero algo más fuerte los reúne tras un episodio crítico en el que Griffith divide el espacio dramático en dos escenarios contiguos que dialogan entre sí: la habitación donde Paul agoniza, velado por el médico y sus parientes; y la cocina, donde Inga (Carol Dempster) esconde su zozobra, acompañada por su tía (Marcia Harris). El hogar y la calle también comunican, sin que Griffith varíe apenas los ángulos de cámara cuando muestra las entradas y salidas de los personajes.

Tales recursos han sido visto como arcaísmos, prueba de la incapacidad de Griffith para modernizar su lenguaje, siempre aferrado a los modos primitivos. Pero más que insistir en que no era un creador progresista (como lo fueron Gance o Eisenstein), sería más adecuado recordar que, deliberada o inconscientemente, los fundamentos de su estilo permanecieron inalterables a lo largo de los años, como también les ocurrió a Dwan o De Mille, pioneros de carrera más larga.

Otro tanto puede decirse de la dirección de actores. Como Dickens, Griffith confiaba ciegamente en las nobles acciones, por eso su dramaturgia se basa en gestos que van más alla de las palabras: así, la abuela, que en vez de verbalizar el consentimiento al matrimonio de la pareja, se lleva aparte a la joven para regalarle su antiguo vestido de novia; o la ocurrencia de Inga rellenándose con algodón los enjutos carrillos para que Paul no note su extrema delgadez y se anime a ponerse tan «sano» como ella.

Lógicamente el éxito de estas pequeñas empresas depende de la fiabilidad de los intérpretes. Los de Isn’t Life Wonderful? no pueden ser mejores, encabezados por la protagonista. Mal que pese a sus críticos, siempre aferrados al recuerdo de Lillian Gish (y un poco menos al de Mae Marsh), Carol Dempster brindó a Griffith algunos de sus mejores retratos femeninos; el de Inga es especialmente conmovedor: pocas veces como aquí se habrá mostrado cómo una mujer extrae de su pobre cuerpo, de su insignificancia, tal calidez y grandeza humanas. Gracias ella comprendemos lo que reza uno de los rótulos, esto es, que la maravilla de la vida consiste en «querer desfilar con banderas tristes».

Figuras como Inga habían poblado los descarnados cuadros del realismo y el naturalismo europeos. Mujeres como ella las hemos visto mendigar, vagar por periferias desoladas o yacer en las calles, malheridas o exhaustas.

Venido de otra cultura (de una esfera más optimista), Griffith sustrae a su heroína del pozo miserable en el que podría hundirse si cayera, como aquellas, en el alcoholismo o la prostitución. El director no solo la dignifica desde la primera escena, sino que le va otorgando relieve —y hasta belleza— mediante planos cortos en los que puede leerse su amor por el personaje (entreverado quizá con el afecto que profesaba a la actriz, injustamente asociada a su «decadencia»). Cuando llega la famosa escena de la cola del hambre el rostro femenino conduce ya nuestra mirada a través de la multitud ansiosa: el diálogo de sus ojos con los letreros que van anunciando la subidas del precio de la carne a medida que la cola avanza es un himno a la esperanza afligida. Pero pocos querían ver eso en una pantalla: había que pasar página, y en Alemania (donde el filme no fue exhibido) lo antes posible. Tampoco contribuyeron a la popularidad del filme los primeros planos dedicados a patatas y nabos, que constituían la exigua dieta de los pobres, eso cuando había algo que llevarse a la boca o no se recurría a los animales callejeros.

Si los sufrimientos de la gente están descritos de manera admirable (y sin la sensiblería tantas veces achacada al director), no menos creíble es la pintura de la ciudad mártir, con sus sórdidas calles y sus muchedumbres abatidas: elementos que, reaparecerán, a contrapelo, en varias películas alemanas de finales de la década, dirigidas por Jutzi, Lamprecht, Junghans o Hochbaum.

En Isn´t Life Wonderful? asistimos, además, al nacimiento del lumpen utilizado como trampolín por el emergente nacionalsocialismo. No es necesario que Griffith haga discursos ni lo señale con puntero. La precisa planificación y la robustez de los encuadres transmiten una tensión nacida de la observación directa de los hechos; esta solo se alivia cuando la cámara, espléndidamente guiada por Hendrik Sartov, abandona los suburbios y los personajes salen a la naturaleza; la mirada de Griffith parece entonces relajarse: de pronto el plano se llena de luz y de aire, contagiando al espectador una emoción contenida que encuentra su reflejo en la visión agridulce de las niñas que, al borde del río, oyen tocar al acordeonista.

Antes de rodar escenas adicionales en el estudio neoyorquino de Mamaroneck, Griffith desplazó a Alemania una unidad de rodaje de la que formaban parte tres de sus actores: Puglia, Dempster y Hamilton. Por este último sabemos que el director llegó a Berlín guiado por un afán de autenticidad que se transmite a las imágenes del filme, una poderosa aleación de ficción y documental. Ambos dispositivos convergen en las escenas del distrito de Köpenick, donde se larva una violencia personificada en obreros de rostros demacrados y ojos hundidos, al acecho de potenciales víctimas. Casi desde el inicio, Griffith crea un suspense en los intertítulos, donde se anuncia que los lobos hambrientos van a cruzarse con el destino de Inga. A la luz de su cine anterior, plagado de secuestros y asaltos, uno espera lo peor; pero lo peor se demora varias veces, incluso cuando ella manosea candorosamente los billetes en plena calle, exponiéndose al robo del dinero que tan arduamente ha ahorrado.

Con buen criterio (y esta es otra de las muchas virtudes que atesora la película) los proletarios no son presentados como delincuentes en potencia, lo que los equipararía con los villanos de tantos «two-reelers» basados en patrones de acoso y defensa. Apartándose de su propio esquema, Griffith describe a los berlineses como desdichados que sufren en sus carnes y en las de sus esposas e hijos, las mismas privaciones que atormentan a la familia exiliada. Todos son víctimas, la guerra los ha igualado; y si algunos terminan delinquiendo es por desesperación y hambre.

Cuando la pareja sobrevive al temido encuentro, Paul e Inga han sido esquilmados, pero aún se tienen y eso basta para que Griffith los bendiga con un bello nocturno presidido por la luna. Al día siguiente les aguarda el hogar, producto del trabajo realizado con sus propias manos y que tiene su ánima en el huerto, el mismo lugar sobre el que la familia de Ingeborg Holm había erigido su sueño antes de la guerra. Significativamente, la cámara, que al comienzo de la historia registró la llegada de la familia desde el interior de la casa, se queda ahora en el exterior, viéndolos entrar no solo en el nuevo hogar, sino en un tiempo nuevo. Los lobos están otra vez de camino, pero ellos aún no lo saben.

Era Proust quien pronosticaba el nacimiento de hierba firme sobre la tumba del artista, hierba sobre la cual vendrían «las generaciones a hacer, sin preocuparse de los que duermen debajo, su almuerzo en la hierba”. Se equivocó. No contaba con la sempiterna irracionalidad humana. Ahora que los necios vuelven a conjurarse, corramos en pos de la obra de Griffith, reunamos sus películas, antes de que la inquisición “woke” nos prive de ellas, sean cortadas, censuradas o directamente prohibidas. Claro que Isn’t Life Wonderful? nos habla del mundo de ayer, de emociones pasadas, de un humanismo olvidado, pero a la vez, con sutil poesía, nos devuelve al seno de tragedias recurrentes, que tarde o temprano volveremos a enfrentar. ♠

2 comentarios en “Sobre las ruinas del mundo

  1. Hace poco encontré un texto de Michel Mourlet (Homenaje a Cecil B. DeMille), publicado en 1959, en el que ya mencionaba elogiosamente esta película. Algunos espectadores atentos, que se molestaban en ver las películas en lugar de seguir los lugares comunes críticos o historiográficos, ya habían advertido su excepcionalidad. Cualquier aficionado que tenga algún reparo sobre Griffith (es decir, que no conozca bien su obra) haría bien en empezar por aquí.

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    • Lo tendría difícil, ya que en la red solo circulan copias cercenadas (y con una calidad tan pobre que redundaría en la vieja creencia de que su cine es anticuado y polvoriento). La copia buena (DVD de Flicker Alley) solo se puede conseguir «bajo demanda». Parece como si hubiera una tácita orden de no divulgar mucho su obra o hacerlo de forma solapada.

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