Por culpa de los dólares

Dos grandes estrellas en la película equivocada: Robert Mitchum y Jane Russell, que poco después repitirían en Macao (Josef von Sternberg, 1952).

HIS KIND OF WOMAN (Las fronteras del crimen,

John Farrow y Richard Fleischer, 1951)

LOS DOS TÍTULOS INGLESES de Las fronteras del crimen indican que esta esquizofrénica película negra, dirigida al principio por John Farrow y por Richard Fleischer al final, obedecía a propósitos poco claros.

El lema original, Smiler With a Gun, definía al divo del cine de aventuras que interpreta Vincent Price, mientras que el segundo y definitivo, His Kind of Woman, alude al tipo de mujer que encarna Jane Russell, dividida entre dos hombres muy distintos, tanto que casi hace inverosímil que puedan ser deseados por la misma señora.

Estos dos hombres se corresponden con sendos estereotipos. El ex convicto Dan Milner (Robert Mitchum) viaja a un lujoso resort situado en la costa de México con el fin de recibir unas instrucciones indeterminadas y una paga más que generosa. Su antagonista y más tarde aliado responde al nombre de Mark Cardigan (Vincent Price), ídolo de matinée que huye de su esposa y de su manager. En una de sus escapadas, Cardigan ha “pescado” en Europa a la aventurera Leonor Brent (Jane Russell), que va a reunirse con él en el paraíso azteca.

Cabe recordar que, para entonces, México era destino habitual de los duros personajes interpretados por Mitchum, de hecho acababa de pasar por allí en su primera colaboración con Farrow, Where Danger Lives (Donde habita el peligro, 1950). Tampoco olvidemos que el trío amoroso aparecía en otra producción contemporánea de Howard Hughes, The Las Vegas Story, donde cambian el tablero y el alfil: Mitchum por Victor Mature, esta vez bajo la dirección de Robert Stevenson. Sobre el papel,  His Kind of Woman iba a seguir, pues, la sensual y vaporosa estela de otras películas negras distribuidas por la RKO, y probablemente lo hubiera hecho si Hughes se hubiera conformado con respetar el trabajo de Farrow.

La primera parte del filme no sólo es atractiva, sino que propone una situación original dentro del género. Una vez en su destino, Milner, que no sabe a qué ha venido pero al que le urge tener algún dólar en el bolsillo, da palos de ciego, y lo hace en un ambiente que no es el suyo. No solo trata de sonsacar vanas informaciones a tipos que muy suavemente pueden ser catalogados de equívocos, sino que sus torpes y toscos movimientos (de los que forma parte el trato “directo” con el sexo opuesto) se hacen notar en demasía. Farrow, que venía de dirigir algunas excelentes películas de intriga como El reloj asesino y Mil ojos tiene la noche, filma todo este largo desarrollo con elegancia, siguiendo a Milner con una mirada de trazo largo que enlaza con soltura escenarios y situaciones.

Pero, de pronto, y sin venir a cuento, la película muda de piel. El elemento de misterio desaparece, ya que la aparición de un agente del departamento norteamericano de inmigración (Tim Holt) desvela el verdadero fin de la presencia de Milner: servir para que un hampón deportado (Nick Ferraro: Raymond Burr) adopte su identidad y lo que es más siniestro su rostro para volver a entrar en los Estados Unidos.

A partir de aquí el sofisticado y erótico film noire se transforma en algo grotesco. Price, que tenía un papelito episódico, toma las riendas del asunto, vistiendo atributos de héroe e imponiendo su histriónica presencia. Ello no solo desequilibra gravemente la estructura de la película, sino que lleva a situaciones inverosímiles: Milner, que es tosco, pero no idiota, toma la inaudita decisión de subir al yate del mafioso para que éste le explique qué quiere de él y propiciar así su salvación por parte de Cardigan, quien acude en su ayuda mandando un batallón de opereta formado por turistas voluntarios y barrigones policías mexicanos, a los que, para colmo, da órdenes.

A estas alturas, el espectador, atónito, se pregunta cómo se puede arruinar así una película tan prometedora. Algunas fuentes apuntan a que Farrow, insatisfecho con el resultado, reclamó a Price para rodar nuevas escenas con su personaje, que por misteriosas razones le caía simpático. Esta tesis resulta poco defendible. En primer lugar, no creo que Farrow, en un repentino ataque de locura, tirase piedras contra su propio tejado; y segundo, la “solución Price” menoscababa el protagonismo de la pareja oficial de la RKO, Mitchum y Russell, cuyas carreras, especialmente la de ella, estaban en manos del multimillonario productor Howard Hughes.

Yo aventuro otra tesis. Una vez Farrow terminó su parte (o eso creía él), Hughes quiso dar algo más de acción a una trama algo difusa, cuyo tratamiento fílmico rozaba lo experimental. La llave de esta operación estaba en el personaje de Cardigan, a cargo de un actor al que se dio más papel y líneas de diálogo (pobre Shakespeare), aunque fuera a costa de la película. Ello explicaría el disparate final, la renuncia de Farrow y el reclutamiento forzoso de Richard Fleischer, al que se encargó filmar nuevos episodios y escenas de acción, estirados hasta la náusea. Fleischer, quien había rechazado una amable oferta de Hughes para dirigir a la pareja de la Casa, fue sancionado por el magnate y para poder rescindir su contrato hubo de rodar los susodichos añadidos. Un cañonazo en la línea de flotación de esta película híbrida, en la que ni siquiera la “performance” de Mitchum, planchando los billetes arrugados, tiene gracia.

Quien desconfíe de este comentario, puede acudir a una fuente de primera mano: el director de reemplazo. En sus memorias, Richard Fleischer dedica varias páginas al desaguisado. Mientras la producción se alargaba en el tiempo (Price dio una fiesta para celebrar su primer año en la película), el caprichoso magnate seguía enfrascado en el dictado de sus «memos», inventando personajes de tebeo (el pérfido doctor alemán, cuyos discursos pregrababa) y cambiando actores sobre la marcha (como había visto a Burr en otro lado, decidió meterlo con calzador, sacando del reparto a Robert J. Wilke, que a su vez había sustituido a Lee Van Cleef). Entretanto, Mitchum, que no veía la forma de acabar, se emborrachaba y liaba a puñetazos con los abnegados especialistas, hasta que un día, en el colmo de la desesperación, destrozó el set. El juguete de Hughes.

En definitiva, tras dos meses de rodaje extra y otro de montaje, el segundo director tenía entre manos ocho rollos de nuevo material: una hora y veinte minutos de película adicional, más larga que la historia originalmente dirigida por Farrow. Una vez en pantalla, el resultado arrojó pérdidas por valor de 850.000 dólares, el mismo dinero que había costado filmar las nuevas secuencias. La sentencia de  Fleischer no admite recurso: “todo era un ejercicio de futilidad”. ♠

4 comentarios en “Por culpa de los dólares

  1. Con todos sus desajustes y fricciones, el sistema de estudios tendía a construir las películas como obras colectivas. Hughes fue una especie de adelantado del «cine de autor», aunque con criterios muy alejados de los actuales. Quizá por motivos de carácter y capacidad de trabajo, tendía a hacer lo contrario que el típico productor ejecutivo (especialmente en el control de costes y plazos), hasta convertirse en una especie de dictador compulsivo, al que hoy se recuerda sobre todo por sus errores de cálculo. Su caso demuestra que la pasión y el acierto no siempre van de la mano; y, por otra parte, que el mercado no es tan eficiente como piensan algunos economistas, y se toma su tiempo para expulsar al que se equivoca si es suficientemente rico.

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    • Da para una larga conversación lo que comentas. Yo diría que un patrón caprichoso, es decir alguien que no respeta al profesional, que cambia las órdenes, que alarga plazos, que sabotea cualquier plan (incluido el suyo) y que gusta de moverse en el caos, es alguien que acaba llevándote a la desesperación, a la ruina o al sucidio. Al mercado le importan poco hombres como Hughes; son accidentes en el curso del río: la corriente parece llevarlos mientras están en la cúspide y luego los sobrepasa con su inexorabilidad característica.

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  2. Es una pena que Hughes saboteara, pretendiendo mejorarlo, un noir muy prometedor añadiendo humor y acción y aventura… que no tienen pizca de gracia ni de emoción y que, por ir al final, aplastan el ingenio y la belleza del resto de la película. Un ejemplo de destrozo por parte de un productor “creativo” que no solo, como es lo habitual, podaba con el montaje sino que además mandaba que se incluyeran sus ocurrencias.

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    • Para que no parezca que hacemos de Hughes el villano de la función, hay que reconocer que, como productor-director, tenía su propia idea de lo que era el cine y de cómo hacer negocios con él. Tengo la sensación (puedo equivocarme) de que su modelo era Hawks pasado por Wellman, y de que él mismo debería haber seguido dirigiendo para materializar mejor sus extravagantes fantasías, en vez de delegar en otros, que es lo que hizo hasta «Jet Pilot».

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