Phantom of the West

DON’T COME KNOCKING (Llamando a las puertas del cielo, Wim Wenders, 2005)

LA MUERTE DEL VIEJO OESTE produjo una cultura que en principio se creyó testamentaria o, como estaba de moda decir hasta hace poco, «crepuscular». El paso del tiempo ha revelado que, en realidad, se trataba de un filón creativo, una manifestación que lejos de ser efímera ha llegado hasta nuestros días (aunque cabe preguntarse lo que son «nuestros días») con películas como Brokeback mountain o Hi-Lo Country.

No hubo que esperar a Peckinpah para cantar el primer responso. En 1952, cuando el «western» clásico se hallaba en su apogeo, Nicholas Ray empezó a entrever el fin con la muy amarga The Lusty Men (Hombres errantes). A ésta le siguieron otras como The Misfits, Hud, Lonely Are the Brave o Junior Bonner, que fueron amortajando el cadáver con crudo sentimiento, sin melindres.

Como un tardío eco de aquellas elegías llegaba en 2005 Don’t Come Knocking, titulada en España Llamando a las puertas del cielo, seguramente para tender un puente poético con la canción de Dylan. Se trata del quinto largometraje de ficción rodado en Estados Unidos por el cineasta alemán Wim Wenders, una película que duró menos en cartel que la anterior Land of Plenty (Tierra de abundancia, 2004), lo que no siempre indica rechazo o indiferencia por parte del público, sino insuficiente publicidad.

Sería incomprensible la apatía del espectador tratándose de una película que prolonga los temas de Paris, Texas, uno de los grandes éxitos de su director. Volvemos a encontrar aquí a un hombre que, a la desesperada, trata de aferrarse a la mujer que amó, pero que, viéndose solo y desfasado, consciente de su declive, trata de reavivar el fuego allí donde sólo quedaron cenizas.

En este caso el intento corre a cargo del actor Howard Spence (Sam Sheppard), ídolo de la pantalla que ha dilapidado su existencia en drogas, alcohol y sexo, y que tras abandonar un rodaje se pone en camino para volver a tomar contacto con sus deudos: su madre (Eva Maria Saint), su ex esposa Doreen (Jessica Lange) y el hijo que tuvo con ésta (Earl: Gabriel Mann), que se ha hecho adulto en su ausencia y que ni siquiera lo conoce.

En paralelo a esta búsqueda personal, otros dos personajes emprenden la búsqueda de Howard: por un lado, el metódico agente de la compañía de seguros (Sutter:Tim Roth, una variante del perseguidor clásico), que pisa los talones al actor para devolverle al «set» y obligarle a cumplir el contrato con la productora; por otro, la joven Sky (Sarah Polley), hija de una de las muchas amantes del galán, al que repetidamente, pero sin reproches, sale al paso portando la vasija que contiene las cenizas de su madre.

Wenders y Shepard son conscientes de que son demasiadas cartas para jugarlas en una sola mano, de modo que distribuyen el juego dramático con paciencia, haciendo que Mr. Spence (un profesional del abandono) salga poco a poco de su burbuja egocéntrica e intente sincerarse con las personas a las que un día dejó atrás.

Como ya sucediera en Paris, Texas y Land of Plenty, el director hace del colapso emocional del personaje masculino un instrumento de indagación. Sondeo en un yo deteriorado –el de esos nómadas modernos cuya identidad ha sido enajenada, sino convertida en desecho– y en un entorno que, de pronto, extraña a ese yo. Ambas exploraciones desembocan en un momento tan retórico como logrado: tras una violenta discusión con su hijo, que en un arrebato de ira ha arrojado los muebles a la calle, Howard se queda paralizado y en vez de abandonar el lugar toma asiento en un viejo sofá, dejando que caiga la noche sobre su cabeza mientras la cámara gira en torno a él evocando el delirio circular de Aguirre, de Herzog.

Que Howard Spence es el producto imperfecto de ficciones espurias lo revela la reacción de la «partenaire» al exigir que sea él y no un doble quien la bese; también las costumbres de su madre, que en vez de cerrar los ojos a la fama de su hijo colecciona los recortes de prensa que magnifican sus escándalos. Cuando empieza la película, la persona ha sido sepultada ya por el personaje. Por lo tanto, se comprende que Spence abandone hastiado el rodaje de «Phantom of the west», el melodrama westerniano que dirige George Kennedy, cuya fotogenia amaga con vampirizar la cámara de Wenders hasta que ésta toma distancia, descubre de qué se trata y la ilusión se desvanece dulcemente.

Sobre este mundo de pasiones quiméricas, de fantasmagoría norteamericana, construye Wenders su particular reflexión sobre el ocaso de una cultura despojada de sus mitos. Pero en vez de perorar acerca de esa decadencia, el director de Falso movimiento arroja una mirada perpleja sobre la historia y sus personajes, empapándose de su insatisfacción y de su tristeza, expresada en un tono bajo y agridulce, reforzado por las bellas canciones y el trabajo de los actores, en especial de la gran Eva Maria Saint. Entre todos confieren a la película un aire recio y familiar, propio de otros tiempos. ♠

2 comentarios en “Phantom of the West

  1. Como ocurre con Takeshi Kitano y tantos otros, la cotización crítica de Wenders ha decaído mucho desde sus inicios. En las antípodas de su amigo Peter Handke (convertido en personaje a su pesar), quizá lo interesante le ha alejado un poco de lo esencial. Reconozco que le he seguido de forma bastante intermitente, pero volví a ver hace algún tiempo «El amigo americano» y me sigue pareciendo una película muy buena. En cambio “Paris Texas” y “Cielo sobre Berlín” (salvo la parte inicial de esta, muy dependiente del texto de Handke) han caído algo en las revisiones. Le daré una oportunidad a “Don’t Come Knocking”, aunque de entrada las contribuciones literarias de Sam Sheppard no me atraen demasiado.

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    • Hay quien dice que no cuenta sus historias desde dentro, que se mueve en una cómoda periferia. No sé. Para mí es un cineasta de los 70 y, aunque no he vuelto a verlas, hay varias de esa década que recuerdo con cariño. Pero después su interés empezó a decaer y decaer… hasta cruzar el siglo con ese bodrio titulado «The Million Dollar Hotel», que te hacia dudar de todo. Sí, quizá tengas razón: lo interesante le ha alejado de lo esencial, ese «espíritu del viaje» que por momentos afloraba a las imágenes imperfectas pero creíbles de «Alicia» y «En el curso del tiempo». Qué lejos quedan.

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