Vía crucis

Renée Falconetti, iluminada por Rudolph Maté, en su mítica interpretación de la doncella

LA PASSION DE JEANNE D’ARC (La pasión de Juana de Arco, Carl Th. Dreyer, 1928)

EN EL SOLITARIO CAMINO RECORRIDO POR CARL DREYER, La Passion de Jeanne d’Arc es la estación más frecuentada, el lugar común, fascinante o fastidioso, que concita a creyentes y ateos, devotos y escépticos, curiosos apercibidos y turistas accidentales. ¿A qué se debe su leyenda? ¿Qué la hace tan influyente?

La respuesta se halla en la propia película, rodada en Francia, en pleno apogeo de los «ismos» que atravesaban la cultura europea de entreguerras, cuando el cine se hallaba contagiado por las fiebres vanguardistas. Pese a recelar de la avant-garde y de cualquier moda, Dreyer se hizo tan permeable a las tendencias de su época como ya nunca lo sería, de hecho sus últimos largometrajes ―Dies Irae, Dos seres, Ordet y Gertrud― surgieron como expresiones de su genuina personalidad, orientada al silencio y la introspección, a la desnudez y el quietismo.

Por comparación con ellas, La Pasión de Juana de Arco deviene tumultuosa, agresiva, epatante y un punto panfletaria, hija de un tiempo que exigía del arte giros radicales, abolir la tradición y combatir el gusto académico mediante manifestaciones violentas. Dreyer, sin embargo, era un artista neoclásico, poco amigo de revoluciones. Si aquí encabezó una fue por inercia, no por un prurito de transgresión o por una vocación iconoclasta que encajaba mal con sus modos artísticos. Sus últimas obras revelan, además, que deseaba llegar a la modernidad por caminos menos inmediatos y transitados, más austeros.

Paradójicamente, esa momentánea autotraición, nacida de una permeabilidad extrema y de la volubilidad estilística inherente al director, explica que La Pasión de Juana de Arco sea una obra tan singular como aparentemente ajena al lenguaje de Dreyer. El cineasta danés se enorgullecía de encontrar un estilo que no fuera válido «más que para un solo título, ese medio, esa acción, ese personaje, ese tema». Aquí lo logró plenamente. Nada más inimitable y genuino que esta liturgia visual basada, casi exclusivamente, en el rostro humano. En manos de otro director, la película pudo haber sido el espectacular «biopic» de un personaje histórico, como lo es su contemporánea La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, notable película de Marco de Gastyne, que no ha ganado la posteridad y que evidentemente circula por otra pista.

Es difícil calibrar hasta qué punto el maestro era consciente de su desafío, pero parece indudable que su audaz planteamiento dramático no habría sido posible sin el concurso del surrealismo francés y del cine revolucionario soviético.

Toda una época bulle en el interior de esta película. Las corrientes y escuelas más diversas tienen cabida en su esfera. Su carácter aglutinador (un epítome de las vanguardias situado en el corazón de un arte joven como el cine) hace que resulte tan atractiva y genere tantas aproximaciones desde múltiples ángulos, sin que el original se resienta o quede agotado, de hecho ha resistido a aquellas aproximaciones superficiales que sólo prestan atención a la gestualidad del martirio y a la serialización del dolor por medio de secuencias plásticas, objeto de tantas «acciones» discutibles, cuando no abiertamente parasitarias.

En 1927, el cine se hallaba en el umbral del sonoro, pero Dreyer, impaciente, ya lo había cruzado. Los personajes de La Pasión de Juana de Arco hablan como si sus palabras estuviesen siendo registradas y fueran ser escuchadas por el público de las salas. Una sugestión propiciada de forma nada inocente por el director, quien hasta el último momento especuló con la posibilidad de una versión sonora, algo para lo que el cine europeo aún no estaba preparado. De haber sido hablada, la película había tenido sin duda otro carácter y sembrado nuevas pistas: por ejemplo, no habría necesitado de la lectura de labios para revelar sus fuentes literarias, entre ellas una desechada, la del joven escritor surrealista Joseph Delteil, excomulgado por Breton y acreditado como guionista junto a Dreyer.

A lo largo de la historia, Juana acusa el impacto de ciertos vocablos, visiblemente se sobresalta y el espectador recibe ese impacto tras ser llevado a un estado de hipersensibilidad consonante con los estados de ánimo por los que atraviesa la Doncella. Trabajando en el ámbito de lo sensacional, el cineasta consigue que frases, réplicas y amonestaciones resuenen visualmente, como si reverberasen en un espacio acústico imaginario. Es como si, en ocasiones, alcanzasemos a oír los violentos latidos del corazón de Juana, magnificado su eco por el vacío. Aún más: el filme semeja un organismo vivo que se agita y se debate por simpatía con las aflicciones que le traslada el alma de la joven. Esta habla por sus ojos; la película, a través de su sistema nervioso.

Por eso, pensar que esta es una obra anclada en la estética del mudo, cautiva de sus modos, es un error. Antes bien, La Pasión de Juana de Arco surge como una película sonora realizada en el ámbito cronológico y estético del mudo, mientras que las últimas películas de Dreyer, rodadas en etapas avanzadas del sonoro, tienen más que ver con la pureza expresiva y los procedimientos visuales del cine anterior a 1928.

Unas y otras están animadas por una sensibilidad en la que la música desempeña un importante papel. La Pasión de Juana de Arco posee la untuosidad dramática de una misa u oratorio. Oratorios fílmicos serán también Dies Irae y Ordet, sobre todo en sus escenas finales, mientras que Gertrud puede ser entendida como una cantata profana lindante con el sistema atonal, no en vano la huella del último Dreyer se encuentra en algunas obras de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, particularmente Von heute auf morgen, inspirada en Schoenberg.

Con independencia de la época y del lugar, hay en el estilo del director un componente de escritura y composición nada desdeñable. Y a medida que su obra avanza, su estilo va despojándose de todo lo que no es estrictamente necesario. En Juana de Arco, el elemento del que Dreyer prescinde es la historia; da por hecho que el espectador la conoce; no quiere impartirle ninguna lección ni abrumarle con datos extraídos de sus fuentes; da igual cómo se llaman los jueces, el nombre del invasor inglés o el lugar donde se desarrolla el proceso. Lo que importa es el alma, sus balbuceos e iluminaciones, sus abismos y zozobras, sus tribulaciones y paroxismos expresados a través de un rostro de mujer enfrentado a otros rostros. Es en esa faz sádicamente escrutada por múltiples miradas, entre ellas la de la cámara, donde transcurre el monodrama de Dreyer.

Como en Vampyr, la cámara no registra ni informa, únicamente explora. De su libérrimo sondeo surgen imágenes delirantes, captadas desde todos los ángulos y con un afán subversivo, fruto de una visión desorbitada. Pero en vez de dispersarse en la vorágine, los distintos planos capturados cobrarán sentido al precipitarse en un todo organizado con un sentido musical, esto es, atendiendo a voces, frases, desarrollos, cadencias y contrapuntos sutilmente jerarquizados.

Sensible a la palabra y la música, Dreyer es ante todo un hombre de cine, un artista que se expresa a través de la imagen y explora todas sus posibilidades.

En Juana de Arco, pone a prueba nuestra percepción; no deja en ningún momento de modular, variando constantemente el tamaño y el volumen del plano, que tan pronto gana como pierde grosor, crece como adelgaza. Un fiscal bota súbitamente sobre su escaño y a sus pies dos inquisidores juntan sus rostros, mientras la cámara, temerosa de la agresión, retrocede a toda velocidad produciendo una sensación de emergencia localizada en la parte superior del encuadre. En el curso del proceso, el obispo Cauchon improvisa una votación a mano alzada y, bajo su mirada, las manos van alineándose mientras la cámara recorre horizontalmente la grada como si ésta fuese un pentagrama. Los cambios de dinámica son constantes, fluctuantes y agresivos los ritmos visuales. Una inusitada violencia recurre el discurso. ¿Qué pensaría de ello Stravinsky? ¿Y Prokófiev?

La mirada del director fluctúa constantemente entre polos: lo grande disminuye y lo pequeño se agiganta; lo cercano se aleja y lo lejano salta al primer plano; los muros de la catedral de Rouen se contraen mientras los rostros de los jueces se expanden hasta llenar obsesivamente el espacio fílmico. Tales recursos no son fruto de la retórica: responden a una intuición superior acerca de la capacidad del cine para producir formas y generar sentido a través de las líneas de fuerza, tanto las que cruzan el campo de visión como las que transitan fuera del encuadre.

Pese al carácter fragmentario de la obra (otro de los aspectos que la hacen sumamente apetecible para la modernidad), Dreyer sabe dotarla de coherencia a través del conjunto y del detalle.

Del conjunto: elementos espacialmente dispersos como la preparación del cadalso, la desazón de Juana al vislumbrar su fin, el bebé que se gira abandonando el pecho de su madre, la tierra que se abre, la conmoción del pueblo o el vuelo de las aves sobre los tejados de Rouen están dramáticamente relacionados, si no armonizados, a través del montaje, que a partir de realidades aisladas crea una suerte de espacio metafísico, inaprehensible y aterrador.

Del detalle: la película puede seguirse de principio a fin gracias al leitmotiv de las cadenas, que vemos aparecer una y otra vez bajo distintas formas: en los grilletes de Juana, en el libro sellado sobre el que ésta debe jurar, en la indumentaria de Warwick, en los instrumentos de tortura, en los útiles del verdugo o en los hierros del puente levadizo.

Todo contribuye a la continuidad dramática. Las partes y el conjunto se alimentan mutuamente, en incensante diálogo que, como en Vampyr, tiene algo de sobrehumano.

Si la obra es única por su dramaturgia, no lo es menos en el aspecto espiritual. Aun cuando Dreyer establece un claro paralelismo entre el martirio de Juana y la Pasión de Cristo, su religiosidad no procede tanto de la imaginería piadosa tradicional como de una mirada impregnada de misterio, situada permanentemente en el umbral que comunica lo tangible y lo invisible, lo real y lo inmaterial, la carne y el espíritu, lo sagrado y lo profano, la vida y la muerte.

La Pasión de Juana de Arco es una obra de arte sacro, pero de arte sacro pánico, como revela su obsesiva visión de los objetos de suplicio y la transfiguración del rostro humano a través del dolor. Por medio de su heroina, Dreyer obra por simpatía con todas las víctimas de la intolerancia. Y su visión, a la vez grávida y sutil, terrenal y sobrenatural, nos conmueve de un modo tan profundo porque saca al personaje de su hornacina histórica para hacerlo palpitar como ser humano.

Casi diez años por delante de Honegger, y mucho antes que Bresson, Dreyer supo ver en el drama de Juana una premonición de las tragedias modernas. Por ello, su película no ha perdido vigencia; al contrario, pervive como el testimonio incendiario de un artista que, como Bartók y Shostakovich, exploró los abismos del alma, sabedor de que le había tocado vivir el siglo del horror. ♠

El presente texto es una reelaboración de Rostros para una liturgia, título del programa de mano realizado para el Teatro de la Zarzuela en 2006.

2 comentarios en “Vía crucis

  1. Más allá de sus diferencias, muy bien apuntadas aquí, lo que une a esta película con sus sucesoras tardías en la obra de Dreyer es la distancia frente al naturalismo. Con ella, el autor no trata, a la manera de Brecht, de impedir la adhesión sentimental del espectador sino de lograr un impacto emocional más amplio, una visión de la realidad capaz de integrar todos los extremos de la experiencia humana: lo cotidiano y lo extraordinario, lo criatural (según la tradición medieval cuya evolución siguió Auerbach), la locura y el éxtasis.

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